El espantajo de fantasía asustaba a los supersticiosos y atraía a los soñadores. También seducía al recuerdo, que suele ser dulce como mucho de todo lo perdido. Después de meses de ausencia, la joven plantadora apareció por fin entre las mariposas. “Novio de la llanura; espantador de espejismos -dijo. Ayer te busqué y no te encontré en los campos. Creí que otra vez habías perdido el paraíso. Tuve que cerrar los ojos para volver a verte, como suele ocurrir en la tierra del eterno idilio. Vuélveme a decir tu nombre para recordar el nombre de la felicidad.” “Ilusionista” –respondió el espanto. “Pero he perdido el corazón y he dejado de amar. Nuevamente os labriegos lo sacaron y llevaron. He quedado sin miel ni ilusiones. Al medio del llano, sin risa ni alegría…” “¡Pero todo puede volver a empezar de nuevo y ser como antes!” –dijo compasiva la de los ojos de miel. Y sus lágrimas tenían la misma dulzura de aquellos días perdidos. “¿Volver a empezar? –respondió lleno de dudas el espanta zorros. Ya nada sería igual. Es la llanura que ha dejado de soñar. Sólo espero que abril empiece a arder y acabe con mi triste existir. Perdí mi sueño y -como yo era un sueño- me perdí con él.” Después de aquella despedida, el fantasma sin ilusiones volvería a morir en las quemas de abril. Compadecida la aldeana acarició a la imagen y le dio un beso antes de irse. Fue cuando -surgiendo de las campánulas y margaritas silvestres- llegaron abejas hasta el muñeco de broza para devolverle la miel de su alma. (XLIII) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Dulzura de los días perdidos
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