Cuentan que un cocinero tenía una olla pacha, llena de cangrejos, destapada; y unos pocos cangrejos en otra olla, alta y tapada. Al preguntarle sobre la paradoja, explicó que los pocos de la olla alta y tapada eran alemanes y se ayudaban hasta que salía el último, mientras que con los del montón de la olla pacha y destapada no había cuidado, porque eran salvadoreños, y en cuanto uno asomaba la cabeza, los demás se encargaban de bajarle.
Por supuesto, ni los alemanes son únicos en su forma de entender las cosas, ni nosotros tampoco en la nuestra, pero ambos son muestras elocuentes de por qué hay un primer mundo y un tercero. Es cierto que estas características culturales no son la única causa, y que hay otras circunstancias que tienden a perpetuar esos status, pero dichas circunstancias precisamente encuentran terreno fértil en las culturas.
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Vivimos en un mundo cada vez más competitivo, pero si siempre nos hemos caracterizado por competir en lo pequeño, a nivel individual, y la mayoría de las veces de una forma absurda e injustificada; hoy día, ante fenómenos como el de la globalización, mantener esa táctica, tan arraigada en nuestra cultura, supone perder totalmente la referencia de cuál es la cancha de competencia, y quedar definitivamente condenados al fracaso y al subdesarrollo.
Para nuestra cultura, el simple hecho de ver ojos en cara ajena ya es motivo de competencia. Tan baja autoestima tenemos, que cuando otro destaca y tiene éxito, lo sentimos como un fracaso propio; y esa misma baja autoestima es la que hace que en vez afrontar la situación en forma positiva y tratar de superarnos para estar por encima del supuesto rival, no creamos en esa posibilidad, y manejemos la situación a la inversa, tratando de obstaculizar el éxito de los otros para que caigan por debajo de nuestro pobre nivel.
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En vez de ser parte de la tripulación de un gran crucero, preferimos ser capitanes de un tronco flotando, con tal de tener un mando que ni sabemos manejar. Por ello es mucho más fácil que un salvadoreño destaque fuera del país, que dentro de él, porque se le corta la influencia negativa que la propia cultura ejerce sobre él, y se detectan y aprovechan sus valores y talentos para incorporarlos a esfuerzos que realmente miran hacia arriba sin el temor de que otros los vean competitivamente y los saboteen. Participando en el éxito de otros se ayuda a levantar y fortalecer la imagen y credibilidad de una comunidad o país, lo que supone abrir una puerta para todo aquello que tenga su sello, con lo que todos ganan, y ganan a otro nivel más elevado que el del suelo, que es al que estamos acostumbrados.
El verdadero subdesarrollo tiene fundamentos educativos y culturales; el subdesarrollo económico no es más que una consecuencia de ello.
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