Nuestra cultura tradicionalmente ha condenado al tema de la sexualidad, pese a ser uno de los instintos naturales básicos del ser humano, a vivir escondido, y por tanto, reprimido y sin educar, como tratando de tapar el sol con un dedo. La nefasta consecuencia de ello es la enorme irresponsabilidad en el comportamiento sexual de las personas. Pero no se trata de una irresponsabilidad malintencionada, sino, normalmente, por desconocimiento y carencia de educación.
No es nada nuevo. Casi todos somos conscientes del problema y ha habido numerosos intentos por aportar soluciones educativas, que han podido resultar en fracaso. ¿Cómo se explica que fracase aquello que casi todos entienden que es una necesidad? ¿Por qué estos intentos han encontrado una fuerte oposición? Es cierto que el ser humano tiene cierto nivel de resistencia al cambio cultural, aun cuando se comprenda que éste es conveniente. Pero ello por sí solo no puede explicar dicha oposición, ni el fracaso de las iniciativas.
La principal explicación es que estas iniciativas han mal interpretado el concepto de educación sexual, y han tratado de enseñar aspectos relacionados directamente con la relación sexual fisiológica, sin entender que la sexualidad no es simplemente eso. La sexualidad es un instinto primario, tan natural como lo es el sueño o el hambre, para permitir la supervivencia de todas las especies; la sexualidad en el ser humano existe desde que nace, aunque se acentúa a partir de la pubertad; y tiene múltiples componentes y manifestaciones que únicamente pueden entenderse a nivel psicológico, y que pueden traducirse en toda una serie de manifestaciones físicas, emocionales y fisiológicas, de las cuales la relación sexual no es más que una de ellas. Debe, por tanto, educarse desde que se es niño, de forma similar a como se educa el sueño o el hambre.
Así, pretender manejar la sexualidad fisiológica sin entenderla en el plano psicológico, emocional y social es como tratar de leer y entender el último capítulo de un libro al que le faltan todos los capítulos anteriores, que son precisamente los educativos, los cuales pareciera que nadie se ha preocupado de escribir. No es nuestro país el único que ha visto el fracaso en esta iniciativa. Al contrario, muchos otros países, incluso del llamado primer mundo, también lo experimentaron, y siempre por la misma razón. Sin embargo, en España recientemente se ha puesto en marcha un programa educativo diferente, que pretende ofrecer la educación de la sexualidad desde sus bases: la psicológica y la social, no la fisiológica.
Naturalmente, ha sido muy bien aceptado. Ellos han tomado una buena dirección para salir del laberinto, y sería bueno para nuestra sociedad, esta vez sí, tomar ese modelo como referencia.
La educación de la sexualidad no es la enseñanza de las múltiples formas de hacer el amor, ni de otras tantas de evitar el embarazo; sino, básicamente, es la explicación de los mecanismos que la mueven; la aceptación particular de dicho instinto y todas sus manifestaciones en forma natural, sin temores ni culpas; y la canalización adecuada del mismo, con objeto de aprender a manejarlo sana y racionalmente, de modo que no solo no interfiera negativamente en otros aspectos de nuestra vida o la de los demás, sino, por el contrario, los complemente armónicamente en una plenitud vital sostenible.