Putin, sin ser comunista, se está pareciendo cada vez más a Stalin y a Lenin. Todavía no ha llegado a los sangrientos extremos de éstos en los años Veinte y Treinta: Lenin con su Terror Rojo, y Stalin con la Segunda Ofensiva Socialista y el Gran Terror, que dejaron más de 20 millones de muertos y muchos más prisioneros en los campos de concentración, que les llamaban Gulags. Pero ya va en el camino que conduce a ellos a través de dividir a la sociedad con odios y rencores, que a su vez lleva a la reafirmación de una tiranía y a la fragmentación social, un daño irreparable, que termina siempre con masacres.
A mediados de marzo de 2022, Putin puso en acción dos armas terroristas que habían sido utilizadas no solo por Stalin sino también por Lenin y otros líderes comunistas. Primero, firmó una ley que establece hasta 15 años de prisión por llamar “invasión” a lo que Putin ha llamado una “operación militar especial”. En segundo lugar, instó a los rusos a denunciarse unos a otros por contradecir al gobierno en este y otros aspectos. Con esas acciones, Putin ha puesto a Rusia en una caída libre al tipo de corrupción del alma que caracterizó a la Unión Soviética.
Ya es perversa la idea de que las personas no pueden decir algo que no le gusta al gran líder, y que si lo dice le caigan 15 años de cárcel. Pero, peor aún, que se les empuje a sacarse las envidias o a ganarse el desdeñoso agradecimiento de la policía denunciando a su prójimo. No hay nada que destruya más la unidad de una sociedad que esto. Es la manera más eficaz de esparcir el odio de unos a otros, destruyendo la nacionalidad y la integridad moral de todos los habitantes. Y, por supuesto, es la manera más fácil de introducir el terror. El no confiar ni siquiera en los vecinos, o los parientes paraliza del todo a la sociedad.
El 9 de abril de 2022, The New York Times publicó un artículo titulado Estimulados por Putin, los rusos se enfrentan unos a otros durante la guerra. Su autor, Anton Troianovski describe cómo hay informes de estudiantes que delatan a los maestros y personas que delatan a sus vecinos e incluso los comensales de la mesa de al lado. Casos como estos se están multiplicando en toda Rusia. Para la fecha de la publicación, los fiscales ya habían utilizado la ley contra más de 400 personas.
En su libro Secondhand Time: The Last of the Soviets, Svetlana Alexievich, premio Nobel de Literatura, reproduce las palabras de cientos de personas a las que entrevistó sobre la vida en la Unión Soviética. En las palabras que siguen, una mujer le cuenta a Svetlana cómo, a la caída del comunismo, averiguó quién había denunciado a su padre. La conversación había comenzado con Svetlana preguntando que por qué no habían llevado a Stalin a juicio por todos sus crímenes:
“¿Por qué no llevamos a Stalin a juicio? Te diré por qué... Para condenar a Stalin, tendrías que condenar a tus amigos y parientes junto con él... Nuestro vecino Yuri resultó haber sido quien denunció a mi padre. Para nada, como diría mi madre. Yo tenía siete años, Yuri nos llevaba a mí y a sus hijos a pescar y montar a caballo. Reparaba nuestra cerca... Arrestaron a mi padre y unos meses después se llevaron a su hermano. Cuando Yeltsin llegó al poder, obtuve una copia de su expediente, que incluía denuncias de varios informantes. Resultó que uno de ellos lo había escrito la tía Olga… Me costó mucho, pero hice la pregunta que me atormentaba. ‘Tía Olga, ¿por qué lo hiciste?’ ‘Muéstrame una persona honesta que sobrevivió a la época de Stalin’ [respondió ella]… ‘Cuando se trata de eso, no existe tal cosa como el mal químicamente puro. No son solo Stalin y Beria. También son nuestro vecino Yuri y la hermosa tía Olga”.
Este es uno de los miles, quizás millones, de denuncias entre amigos íntimos y familiares que se dieron en esa época. Es difícil pensar en algo que pueda profanar más la condición humana. Estas cosas dejan huella, una de la que nadie, por más que se crea alejado de esa violencia, puede escaparse.
Máster en Economía
Northwestern University