Cuando Nayib Bukele fue electo presidente hace cinco años, las circunstancias y los ánimos de los ciudadanos jugaron a favor del joven político. La gente estaba muy frustrada y harta de tres décadas de inoperancia y corrupción en los gobiernos de ARENA y el FMLN. Había una especie de consenso en amplios sectores de la población, una convicción de que no podía venir algo peor eligiendo a alguien que parecía no estar contaminado por la forma en que se había venido conduciendo la política en nuestro país.
Bukele se presentó como un joven irreverente, poco o nada convencional y sin compromisos con ningún partido ni ideología. Parecía ser el líder que nos llevaría a la modernidad y al tan anhelado desarrollo económico y social. Mucha gente lo respaldó con esperanza y entusiasmo. Le compraron su retórica, abrazaron su fresca imagen y no dejaron espacio en su mente para las dudas o para ver más allá de las apariencias.
El FMLN venía en picada. Había defraudado imperdonablemente a cientos de miles de familias que habían perdido a sus seres queridos luchando por un ideal que nunca estuvo cerca de realizarse. ARENA, por su parte, tampoco gozaba ya de mucho prestigio y terminó de sucumbir al provocar una enconada lucha interna en las primarias para elegir a su candidato.
Los simpatizantes que habían sostenido a estos partidos no han visto en ellos ni siquiera la voluntad de reconocer errores. Con una frase cargada de verdad y de veneno, Bukele se refirió a ellos como “los mismos de siempre”. La frase resultó pegajosa y tuvo impacto en los que compartían ese mismo sentimiento.
Una gran cantidad de antiguos militantes y simpatizantes de los viejos partidos se encontraron, de pronto, huérfanos y extremadamente molestos. En venganza contra las cúpulas de sus partidos, unos se sumaron al campo bukeliano y otros, la mayoría, decidieron no salir a votar. Así ganó Nayib Bukele la presidencia, cómodamente, casi sin despeinarse, con aproximadamente un 27% del padrón electoral.
Cinco años después, algunas cosas no han cambiado, entre ellas la decadencia de ARENA y el FMLN, que siguen sin saber medir su fuerza y no han entendido de qué se tratan las elecciones que estamos por realizar en unos pocos días. Lo único que parece interesarles es lograr el mínimo de votos para salvarse de ser forzados a desaparecer. A causa de ello, no fue posible conformar un frente amplio de oposición para contrarrestar las enormes ventajas del oficialismo.
Lo que sí ha cambiado en cinco años es el conocimiento que ahora todos tenemos de Nayib Bukele, de su proyecto personal y político, de su estilo de gobierno y de su mentalidad esencialmente autoritaria y antidemocrática. Ahora todos conocemos el engaño en sus promesas de campaña, su exitoso empeño en desmantelar toda la institucionalidad democrática y los límites al ejercicio arbitrario e ilegal de su poder. Conocemos su intolerancia a la crítica, aunque sea expresada de manera respetuosa y constructiva.
Bukele no tiene un pelo de tonto, como algunos creían. Al contrario, ha demostrado ser sumamente astuto. Con el apoyo sumiso y servil de la Asamblea Legislativa, ha ido creando pieza por pieza, artículo por artículo, un nuevo orden jurídico que vuelve legal cualquier cosa que crea necesario hacer para consolidar su proyecto de poder absoluto. Ha hecho desaparecer completamente la independencia de los órganos del estado, eliminando las instituciones que le estorbaban, sustituyendo jueces y fiscales, intimidando a funcionarios, periodistas y a cualquiera que pudiera empañar la buena imagen que lo obsesiona.
En campaña, hace cinco años, acuñó una frase que se volvió célebre: “El dinero alcanza cuando no se lo roban,” implicando que todos los gobiernos anteriores habían fracasado por haberse convertido en guarida de ladrones y corruptos, implicando también que nada de eso se toleraría en su gobierno. La gente le compró el eslogan, lo repitió hasta la saciedad y lo convirtió en una verdad absoluta e incuestionable. Pues bien, cinco años después ahí están las cifras para el que quiera verlas. El dinero no alcanzó y el gobierno ha tenido que contraer deudas astronómicas, no para hacer grandes obras, sino simplemente para funcionar y proyectar una buena imagen.
Nayib Bukele tiene sus cosas buenas. A mí me gustan su pulcritud y su valoración estética. Me parece genuina su aspiración de convertir a El Salvador en un país limpio y ordenado, un país del que todos podamos sentirnos orgullosos. Eso lo aplaudo.
Defiendo también la construcción del hospital veterinario. Es una falacia criticarlo por haber levantado y puesto a funcionar ese hospital, habiendo todavía tantos seres humanos sin atención médica básica. Es una falacia porque la opción nunca fue atender humanos o atender perros y gatos. El dinero alcanzaba para atender bien a ambos. Donde debió haber ahorro es en los miles de millones de dólares que el presidente ha gastado en el cultivo narcisista de su imagen. Ese es el verdadero dilema moral.
Finalmente, la manzana de la discordia. El régimen de excepción al que, de excepcional, solo le queda el nombre. No creo que haya un solo salvadoreño que no le reconozca al presidente Bukele el mérito y las agallas para terminar con las pandillas que tanto daño le han hecho a nuestra sociedad. Con lo que no puedo estar de acuerdo es con la supuesta necesidad de anularle a toda la población los derechos civiles más importantes para poder terminar con las pandillas.
No nos equivoquemos. El debido proceso y la administración imparcial de justicia no son una herramienta para beneficio de los criminales; son la única garantía para proteger a los inocentes contra el uso arbitrario del poder del estado. Bukele y sus diputados nos quitaron eso y ahora todos -usted, sus hijos y nietos, sus padres y abuelos-estamos totalmente desprotegidos.
El próximo 4 de febrero el pueblo tendrá que afinar su balanza y decidir si quiere seguir entregando el oro de los derechos democráticas a cambio de un puñado de carísimas lentejuelas.
Joaquin Samayoa, Columnista de El Diario de Hoy.