Al no haber dos familias iguales puede suceder que problemas con la limpieza de la acera frente a las viviendas o fugas de agua o la disposición de la basura o el estacionamiento de vehículos, de no hablarse civilizadamente sino con reclamos, desemboquen en ocasiones en enemistades o inclusive agresiones, las que en algunos casos ha llevado a homicidios, arruinando para siempre vidas humanas y, sobre todo, de niños.
El asesinato en Costa Rica de un hombre por su vecino, que le asestó catorce balazos por una disputa sobre una salida de agua —la paja que rompió el espinazo del camello, por así decirlo— fue la culminación de una riña que venía desde hacía tres años. La policía les había ordenado no hablar entre sí ni relacionarse en ninguna forma, pero el odio entre ambos fue sobrepasando los límites de lo racional hasta el momento de la tragedia. En lo que falló la policía fue no revisar si en sus casas los dos enemigos guardaban armas.
Esa clase de odios entre personas y familias dio lugar a la tragedia de Romeo y Julieta escrita por Shakespeare, pero también en la actualidad lleva a maltratos o feminicidios de hombres a sus esposas en el hogar, discusiones por parqueos en los vecindarios y abusos de la soldadesca o de miembros de la seguridad privada contra ciudadanos.
Los buenos vecinos pueden intervenir para ayudar a otros a entenderse, o inclusive buscar al párroco de la zona para que se presente y ayude a forjar entendimientos que calmen posibles tormentas, a lo que se agregan los centros de mediación que maneja la Procuraduría General de la República o los tribunales de paz.
“Bienaventurados los pacificadores porque serán llamados hijos de Dios”, dice el Buen Libro.
La mediación es siempre el mejor recurso para dirimir intereses encontrados, como se da entre socios de un negocio que acuerdan separarse o herederos que disputan una herencia, como sucede en Francia con la multimillonaria dueña de L’Oreal o los familiares de Hermes, una firma que viene desde el siglo XIX y que ha caído en las peores manos.
Cuando tuvimos en nuestro país un orden de leyes y los jueces hacían lo posible para cumplir con el precepto de dar a cada quien lo suyo, llamar a una autoridad judicial era un recurso, pero en los tiempos del “régimen de excepción” al hacerlo se corre el gran riesgo de que haya capturas, que se trate de enamorar a las niñas, que decomisen teléfonos y perpetren lo que les venga en gana, que los multen… todo porque los súbditos, como acertadamente lo calificó el abogado constitucionalista Enrique Anaya, no tienen derechos sino lo que podríamos llamar buena, mala o macabra suerte.
El precio de la libertad y la paz es la vigilancia eterna…
Esopo, el fabulista griego, narra de unas palomas que eligieron como rey a un gavilán, el que luego comenzó a devorarlas una a una, un símil que encaja con el dicho de que los pueblos tienen los gobiernos que merecen, al menos hasta que despiertan antes de que el gavilán los devore a todos.
“El gavilán”, que representa la sinrazón, el garrote y la furia contra la moral, lo racional y la libertad humana, ha devorado instituciones, derechos y muchas, muchas vidas, como sucede en Venezuela, en Nicaragua, Rusia y China y en nuestro suelo.
El precio de la libertad, se dice desde siempre, es la vigilancia eterna, ir tras las amenazas antes que éstas se consumen y aniquilen una nación…