Desde que llegó al poder, el régimen imperante viene pisoteando la Constitución, sus preceptos, haciendo depender la vida de nuestro país de las ocurrencias e insondables apetencias del aspirante a dictador vitalicio, entre ellas saltarse la prohibición a la reelección consecutiva.
El ordenamiento jurídico de las naciones libres en el mundo, de aquellas que se rigen por un Orden de Derecho, por un esquema racional, parte de la publicación de “El Espíritu de las Leyes” por el barón Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y de Montesquieu, que anticipó lo que llevaría no solo a la formación de la República Francesa, sino al orden prevalente en las naciones libres del mundo.
De acuerdo con el esquema trazado por Montesquieu, el balance de poderes, la respondabilidad del poder temporal frente a los ciudadanos se basa en pesos y contrapesos institucionales, en el rendimiento de cuentas, en fortalecer los mecanismos de control tanto sobre los actos como el manejo de recursos de una nación.
La Constitución, todo orden jurídico racional, es la defensa última tanto del pequeño ciudadano como del poderoso, frente al poder, que puede concentrar a su favor el empleo de la fuerza, violando el precepto básico de la apoliticidad de toda fuerza armada, incluyendo la policía, como por desgracia está sucediendo en estos momentos.
Al tener vigencia una constitución se frenan los abusos, asesinatos de personas capturadas, la desatención a enfermos dentro de las cárceles a quienes no entregan los medicamentos que sus familiares les envían.
La clase de infierno prevalente en nuestro país la expresan cínicamente, casi a diario, los carceleros: “Afuera pueden decidir jueces, pero aquí dentro somos nosotros los que actuamos”.
Las “actuaciones” no solo pasan por golpizas graves, sino asesinatos y estrangulamientos, como lo comprueban las señales en los cadáveres que reciben familiares o se descubren en las morgues.
Toda constitución es la columna vertebral de las repúblicas, de los pueblos que quieren vivir en libertad. Son el contrato social, la base de las reglas de toda sociedad democrática.
Las libertades de asociación, expresión, de movimiento, el derecho al voto, las obligaciones, alcances y limitaciones de los funcionarios y órganos del Estado están consagrados en una Carta Magna.
Eso es lo que los salvadoreños no deben pasar por alto, pues lo que son y su futuro dependen de que se respete el Orden Constitucional.
La nuestra no es la mejor de todas, pero se escribió con mucha visión y nos ha marcado el camino por casi 40 años, en los cuales se ha ido perfeccionando.
De jueces independientes hemos pasado a grupos obedientes al despotismo
En El Salvador, la Carta Magna ha sido lo más pisoteado o transgredido por el presente régimen. Sus predecesores intentaron hacerlo, pero se abstuvieron al ser limitados por una Sala de lo Constitucional independiente. Para desbaratar esta barrera democrática, el bukelismo derrocó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional e impuso un tribunal complaciente.
En lo que toca a la aplicación de la ley, el país ha caído en poder de un grupo de personas que avalan ciegamente al régimen y descartan cualquier proceso contra los abusos cometidos por civiles y militares, según han denunciado familiares de detenidos durante el estado de excepción o que han sufrido otros atentados contra sus derechos fundamentales.
Eso mismo han hecho otras dictaduras, como la nicaragüense o la venezolana: han derribado los tribunales independientes para que otros incondicionales interpreten las constituciones a su conveniencia y desconozcan cláusulas pétreas que prohíben las bases de las dictaduras, como la que rechaza la reelección consecutiva de un presidente de la República.
Aquí no sólo se han cargado a los jueces independientes, sino que han formado comisiones espurias para destrozar la Constitución.