Julian Assange, quien fundó la organización Wikileaks, ha conseguido volver a Australia después de un trato con Estados Unidos en el que se declara culpable de filtrar miles de documentos clasificados.
Assange pasó más de siete años encerrado en la embajada de Ecuador en Londres y luego fue detenido por las autoridades británicas para su extradición, que se ejecutó esta semana.
Pero una cosa es tener acceso y publicar documentos públicos ocultados unilateralmente por un régimen, como ocurre acá, o recurrir a instancias, si son clasificados, para abrirlos, y otra, invadir la vida privada de los demás.
“Hackear”, término con el que se denomina meterse en comunicaciones ajenas, es una cosa pero divulgarlas es otra, pues quien lo hace rompe el derecho a la privacidad que todos tenemos pero que las dictaduras no reconocen al auto-ortorgarse la venia de espiar a todos, hasta a sus propios secuaces.
En estos regímenes se invierte más en seguir y espiar a los críticos y opositores que en velar por el desarrollo y los derechos de los ciudadanos.
Hace muy poco un par de adolescentes lograron penetrar en las comunicaciones del Pentágono, vale decir lo que el Ejército de Estados Unidos y que incluye la labor de agentes extranjeros que al conocerse su identidad corren riesgo en sus vidas, lo que pone al descubierto un hecho: ni en sus hogares está la gente segura de que sus conversaciones son privadas: los chinos colocan cámaras en los hogares de “disidentes”, mientras los castristas tienen su ejército de “soplones”, llegando al punto de lavar el cerebro de los hijos de familias para que pongan el dedo hasta a sus padres.
De allí una vieja y divertida anécdota nicaragüense de un par de novios conversando: dice él a ella: —¿De quién son estos ojitos lindos?
—Suyos, amor— le responde ella.
—¿Y esta naricita?
—Suya, amor.
—¿Y estas orejitas?...
—Esas son del general Somoza..., decían. Ahora dirían: del viejo Daniel...
En Nicaragua se dice que a los Somoza los tumbaron las intrigas de Rosario Murillo, quien fuera secretaria de Pedro Joaquín Chamorro.
Es siempre repugnante que entren en lo que son comunicaciones privadas
A los más asquerosos extremos que se ha llegado es el del “ramsonware” en el que hackeadores se meten en un sistema, lo inutilizan y piden dinero a cambio, el que les llega por criptomenedas pues a través de una cuenta bancaria, incluyendo de países oscuros, puede siempre rastrearse.
Las víctimas más conocidas han sido sistemas hospitalarios, compañías de toda clase... los asaltantes van tras grupos que difícilmente pueden darse el lujo de quedarse casi “a ciegas”.
En los momentos actuales en que el pago de servicios se hace por tarjetas o transferencias electrónicas, que un sistema colapse es asunto muy grave...
La práctica del “Ramsonware” no existe bajo las dictaduras indistintamente de si son minis o enormes pues allí entran a palos, secuestran, torturan, asesinan... O extorsionan echando mano de prisioneros, como ocurre en Rusia con el corresponsal del Wall Street Journal al que quieren condenar a más de treinta años de cárcel acusándolo de “espionaje”, o Narges Mohammadi, Premio Nobel de la Paz, a quien los ayatolas (colocados en el poder por Jimmy “derechos humanos” Carter) le han agregado un año a su condena, pese a lo cual, aunque no hable y esté presa, su sola presencia es una terrible denuncia.
El eslogan de la mujer en Irán es quitarse los trapos de la cabeza a los que las obligan los enloquecidos ayatolas, que trabajan febrilmente en construir un artefacto nuclear para destruir a Israel y extorsionar al mundo.