En principio, la democracia como sistema de gobierno y modo de organizar las sociedades es una de las maneras más elaboradas -y exitosas- para superar los conflictos sociales que tienen su raíz en la variedad de intereses, ideologías, valores, etc., que acoge cualquier sociedad.
El respeto a la pluralidad de ideas, el derecho a la libertad de expresión para todos los ciudadanos y la posibilidad de disentir, son tres de los pilares fundamentales sobre los que se sostiene un sistema democrático. Sin embargo, esas mismas tres columnas pueden colapsar, y arrastrar en su caída la paz y la armonía social, si se introduce en el sistema un factor cuyos resultados son impredecibles: la violencia.
Las cosas se complican todavía más si la violencia, verbal o fáctica, no importa, pues ambas engendran miedo y agresión, proviene de quienes deberían ser garantes de la armonía social; si nace de los dichos y hechos de los que temporalmente ocupan cargos en el gobierno en una sociedad.
Tomemos ejemplo de un país, los Estados Unidos, que se enorgullece de ser una de las democracias más antiguas, donde la libertad de expresión y la fortaleza de sus instituciones hace que el Estado de Derecho -con sus defectos, como todo-, sea una realidad. Y apoyémonos para ello en un artículo del Wall Street Journal en el que Daniel Henninger, subdirector editorial del periódico, se pregunta cómo se convirtió su país en un polvorín siempre a punto de estallar por la violencia en la sociedad.
En su análisis trae a cuento tanto el asalto al Capitolio en enero del año pasado, como los saqueos y la violencia callejera que se desataron a raíz de las protestas racistas, así como el acoso que están sufriendo los jueces de la Corte Suprema que están a punto de pronunciarse en la reversión de la sentencia de Roe vrs. Wade.
En todos los casos, como chispas que han encendido la mecha, se pueden identificar declaraciones irreflexivas de políticos en posiciones de poder: desde el presidente Trump alegando que las elecciones le habían sido birladas, hasta el senador Schumer (líder en su momento de la bancada demócrata en el Senado) que amenazó, en un mitin a favor del aborto, a jueces del Tribunal Supremo diciéndoles a voz en grito que con su actitud “han desatado un torbellino, y pagarán el precio… mientras no sabrán quién les golpeó, si siguen adelante con sus terribles decisiones”.
Establecer la calle (la calle real o la “calle” virtual de las redes sociales) como nuevo tribunal y nuevo parlamento es sumamente peligroso. En la sociedad siempre habrá protestas y descontentos: por resultados de elecciones, alzas a la canasta básica, asuntos ideológicos de defensa de intereses de algunas minorías, actos patentes de corrupción de quienes gobiernan, etc. Pero “entregar” el poder de condena y castigo a chusmas enardecidas no es democracia, no es populismo, es, simplemente, manipulación de tontos útiles. Muy conveniente, por cierto, cuando no se tiene la razón o se desea linchar impunemente a los propios enemigos.
Es verdad que la vía institucional para resolver los conflictos sociales es lenta, burocrática, complicada… y que en ocasiones se muestra insuficiente para encauzar demandas ciudadanas. Pero también es cierto que resolver los problemas por medio de la violencia es y ha sido siempre “pan para hoy y hambre para mañana”.
Un dato preocupante es observar cómo la gente cansada de lidiar con serios problemas de delincuencia no solo acepta, sino alaba, la violencia de Estado, y más preocupante aún es constatar cómo en los países en que las cosas han sido así, si bien la primera víctima son los derechos ciudadanos, tarde o temprano la violencia termina por destruir la democracia, o al menos, por convertirla en un cascarón, en una fachada, que sirve para callar críticas, pero que es nula para gobernar.
Ingeniero/@carlosmayorare