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Allá cada uno

yo no me considero superior a quien me cuida el carro o al que me abre una puerta; somos iguales y así se debería de percibir. El hecho de que sea yo el dueño del carro y quien le dará después una propina por cuidármelo no me hace mejor ni superior. Él me da un servicio y yo se la recompenso, punto.

Por José María Sifontes
Médico siquiatra

Nunca me ha gustado esa costumbre que tienen muchas personas en El Salvador de llamarlo a uno “jefe” o “patrón”. Puede ser quien nos cuida el carro en un estacionamiento o el guardia de seguridad que nos abre la puerta en un banco, gente sencilla que se gana la vida con mucha dificultad. ¿Por qué me dices patrón? digo, más para mis adentros que para ser escuchado, yo no soy tu patrón, sólo vengo al banco como cliente, no tienes porque llamarme así. Es, por supuesto, una conducta de sumisión, en la cual se pretende establecer y dejar claro quién es el superior y quién el inferior. Pero yo no me considero superior a quien me cuida el carro o al que me abre una puerta; somos iguales y así se debería de percibir. El hecho de que sea yo el dueño del carro y quien le dará después una propina por cuidármelo no me hace mejor ni superior. Él me da un servicio y yo se la recompenso, punto.

Esta actitud de vasallaje existe también en otros estratos sociales, que en nuestro medio se traduce en estratos económicos o de poder, y tiene implicaciones psicológicas muy determinantes en las relaciones sociales y expectativas. Vasallo, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, significa persona que reconoce a otra como superior o tiene dependencia de ella. La relación entre vasallo y señor se remonta a la época feudal, en la cual la gente del pueblo reconocía a su señor, le ofrecía pleitesía y le pagaba impuestos a cambio de protección. Pero la época feudal ya pasó y ahora vivimos en democracias que supuestamente nos iguala a todos. El vasallaje persiste, sin embargo, no en las leyes, sino en la mente colectiva. Por factores subconscientes, por costumbre, por falta de seguridad y hasta por comodidad y conveniencia, las personas buscan quien los mande, quien les dé órdenes, quien les diga lo que tienen que hacer. Nadie las obliga, son ellas las que voluntariamente se sitúan en una condición de inferioridad con respecto a quien perciben como superior. A éste le dan vastos poderes y le confían sus destinos.

No me refiero a quienes por su experiencia, por liderazgo, por estar en un nivel jerárquico superior en una empresa o institución les debemos respeto y obediencia. Esto es algo distinto. Respeto no es lo mismo que sumisión, obediencia no es lo mismo que sometimiento. Una cosa es respetar jerarquías y otra es humillarse para ser aprobado. Hay ejemplos extremos. Las asistentes de Rosario Murillo, en Nicaragua, se acercan a ella y le hablan con la cabeza a la altura de la cintura, completamente encorvadas, con una sumisión total. Y como que a la vicepresidenta eso le gusta. En México, a finales de los Setenta, un funcionario acostumbraba a limpiarle los zapatos al titular de la cartera de Estado en que trabajaba. Obviamente no era su función y no tenía los instrumentos para ello. Lo hacía con su propia corbata. Con conductas así, en las que se pierde el carácter por quedar bien, en las que se pierde el respeto propio, se entra en una situación peligrosa, pues si alguien es capaz de hacer eso, es capaz de todo. En la vida uno escoge el papel quiere jugar, el de alguien independiente o el de rebaño sumiso. Allá cada uno.

Médico Psiquiatra.

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