Con poco que uno se asome a los medios de comunicación y a las redes sociales, y dedique más atención de la habitual a los contenidos, fácilmente se dará cuenta de una marcada tendencia a la exageración.
Nuestro paladar no acepta nada templado, ponderado, sutil. Y así, la moda es presentar las cosas y los sucesos de modo que el exhibicionismo los hinche hasta que terminan siendo inmensos globos que impresionan a primera vista (una especie de montaje al puro estilo del mago de Oz), pero que revientan de vacíos, pierden el encanto y dejan de ser trending topics; y entonces, el ciclo tiene que volver a comenzar: se toma un hecho, se despoja de sus facetas aburridas (números, estadísticas, referencias históricas), se trabaja y decora su lado sentimental, se pone en referencia con temas de moda (cambio climático, agenda progre, famosos en problemas, etc.), se presenta al público con un bombardeo constante… y cuando deja de tener relevancia, vuelta a empezar.
En un mundo así, la ética del periodismo, y ya no se diga la ética de las redes sociales, parece más un fantasma que se les aparece a algunos comunicadores, y que inspira tanto terror que terminan por no creer que algo así pueda existir; o -simplemente- ponen pies en polvorosa evitando cualquier obstáculo que pueda interponerse entre la atención que pretenden de su público, y la verdad (si es que alguna vez se lo plantean) que quieren comunicar.
Por ejemplo, ya no hay políticos de derecha, ahora todos son de ultra derecha; a los personajes públicos ya no se les nombra simplemente en los noticieros mencionándolos por su apellido y su cargo, sino que ahora es infaltable añadir que son conservadores, ultra conservadores o afectos a regímenes pasados (Pinochet, Franco, Hitler, por ejemplo).
Vivimos, entonces, en un mundo sobreactuado. Si uno está contento se grita y se exagera la alegría llegando a extremos que pueden avergonzar a quien lo contempla; si uno está triste se encierra en sí mismo, pero no sin antes comunicarlo al mundo entero por medio de las redes sociales. Nos hemos convertido en una especie de adictos al placer inmediato, instantáneo, intenso; y hemos perdido de vista que lo que de verdad vale, requiere tiempo, esfuerzo y trabajo.
La política no escapa a la exageración. Más aun, de algún modo se puede decir que se ha convertido en el arte de lo exagerado. Aquí la sobreactuación y los extremos son obligatorios: se proponen grandes obras, se hace una tormenta de un vaso de agua, se presentan planes imposibles… Si al final no se hace nada y todo queda en humo, no importa, pues el objetivo comunicacional no son los logros, sino mantener al personal en una condición de ininterrumpida excitación; de modo que cuando el entusiasmo disminuye, es la hora de poner en los medios otra exageración, otra forma de que la atención popular esté en lo que importa al político, y en desviar el interés hacia lo que no le interesa que se sepa.
Uno de los problemas de la exageración y la sobreactuación no es que termine por hastiar a fuerza de “más emoción, más adrenalina, más show”, sino que desvía la atención (y la acción) de lo verdaderamente importante y enfatiza en lo baladí, oculta lo sustancial y produce espesas cortinas de humo, que a fuerza de estar siempre presentes terminan siendo el elefante en el salón; es decir, una realidad que todo-el-mundo-sabe, pero que termina por no importar a nadie.
Por no ahondar en que a los manipuladores sociales les viene de perlas el morbo popular, la vulgar superficialidad y la generalizada adicción a las emociones… condiciones que las características de los medios actuales de comunicación, potencian grandemente. Pan y circo, aunque el pan, y el circo sea digitales, que no alimenten, pero que entretengan.
Ingeniero/@carlosmayorare