Tengo ratos de no ir por el colegio, pero no creo que haya desaparecido. Se ubicaba en el sector de “las canchitas de basket”, o “por los columpios”, la otra indicación para llegar a él. Estuvo allí desde que, muy pequeños, llegamos al colegio. Estaba allí cuando salimos, trece años después, y quiero pensar que sigue estando por todas las alegrías que nos dio y los retos que nos impuso. Todos sabemos qué es un deslizadero, pero como los de ahora son realmente para niños (de plástico, bajitos, coloridos, súper seguros) no está de más que intentemos una descripción de éste.
Ubicado a la par de los columpios, su parte alta alcanzaba –aunque ahora que lo escribo reconozco no estar seguro del todo- la misma altura que la parte cumbrera de aquellos: alrededor de dos metros. Hecho enteramente de tubos de metal (quizás de los que sobraron para llevar agua a los “chorros” ubicados en distintas partes del colegio): más angostos los que servían de baranda para la escalera y más gruesos los de la estructura a la que iban soldada la lámina que constituía el deslizadero propiamente hablando (¿nos deslizábamos también por los tubos laterales que, soldados al final de las gradas, servían de apoyo a la estructura del deslizadero?). Siendo de lata, imaginarán lo caliente que se ponía a medida que el sol caminaba hacia su cenit. Siempre estuvo en buenas condiciones, hay que decirlo, pues no recuerdo a ninguno de nosotros con manos o piernas heridas por un pedazo de lámina levantado. Imagino que algún día la grama pobló ese terreno donde se asentaban el complejo de deslizadero, columpios, bomberos y la rueda que giraba sobre su eje con asientos en la periferia (lo más peligroso de nuestros “X games”: meternos bajo la rueda mientras giraba con el riesgo de que nos golpearan las barras que sostenían los asientos), ya cuando los conocimos nosotros, si la hubo antes, había desaparecido bajo las frecuentes pisadas infantiles y la sombra cerrada de los laureles de la india que los separaban de la pared medianera con los demás casas y edificios del vecindario. Y cómo habríamos apreciado la grama. No solo por la estética del lugar y la nuestra (volvíamos a clases terrosos, mugres, aterrados, chucos, caretos, lo que usted prefiera para hacerse a la idea de niños con camisas blancas que jugaban y sudaban en esas áreas cada tiempo de recreo que tenían), sino también porque la grama habría sido amortiguadora para nuestros saltos y caídas que habríamos agradecido mucho. En los primeros dos grados, ya constituía hazaña suficiente subir las gradas y dejarse venir raudo por la lámina lisa (que se hacía más lisa con el polvo que subíamos en nuestras suelas), en los siguientes grados ya nos arriesgábamos a tratar de subir por el deslizadero (lo que no recuerdo si alguien logró). Sí me parece que en ocasión vi a alguno de grados superiores bajar corriendo, sin sentarse, el deslizadero, lo cual era ciertamente arriesgarse demasiado.
El período de fin de año me hizo recordar ese juego de infancia. Llegados a noviembre pareciera que estamos al final de las gradas del deslizadero y los dos últimos meses se deslizan imparables. Más si el Mundial de fútbol (por más soso que digan que estuvo) opaca toda otra noticia. Llegados a ese punto, no queda más que sentarse y soltarse. Uno, dos, tres segundos. No sé cuánto tiempo demoraba uno en bajar, pero no se sentía el tiempo. Nos parecía tan corto y tan bonita la sensación que, como el presidente, queríamos repetir. Y subíamos una y otra vez. A diferencia de la vida.
La vida también es un deslizadero. Aunque tenga siempre el mismo final para todos, la altura que se alcanza antes de deslizarse es diferente: para algunos es de apenas unos años, para otros es de muchos más. Las generaciones previas a las nuestras tenían deslizaderos más altos, duraban más.
Hemos llegado a una edad en la que sabemos que hemos terminado de subir las gradas. Sentimos el mismo vértigo que sentíamos de chicos que llegaron al final y hoy enfrentan el descenso raudo. Nos quedan uno, dos, tres… solo Él lo sabe. Lo importante es gozar y aprovechar lo que resta. Por eso me emociona tanto que, desde finales de febrero, tendré un compañero, casado, con hijos, derecho y bien hecho, que ha decidido aprovechar este tramo final de su vida para abrazar el diaconado. Y como dice bien Google “Un diácono es un hombre llamado por Dios a través de la Iglesia (vocación), quien después de un período de discernimiento, formación y preparación es ordenado por su obispo para servir las necesidades del pueblo de Dios”. Que Él lo ampare y guíe.
Psicólogo