Las corridas de toros son una forma de maltrato hacia los animales y debieron haber desaparecido hace mucho tiempo. Los que las justifican dicen que son una tradición, un espectáculo que muestra el valor de los hombres y que sirve de forma de vida para muchas personas. No hay duda de que todos sus rituales, el colorido de los trajes y la gallardía de los toreros al arriesgar la vida tienen un encanto y generan cierta fascinación. “Excitan el Id, el componente agresivo de nuestra naturaleza”, dirían los psicoanalistas. De todos modos, no creo que haciendo sufrir terriblemente a un animal para el consumo del público y que esto apacigüe así sus impulsos más primitivos sea una justificación válida. Esa forma de maltrato como toda forma de maltrato animal es detestable.
Pero aparte de las consideraciones humanitarias que induce esta actividad, hay otros elementos que pueden ser de mucho aprendizaje. He visto por televisión algunas corridas de toros y captado los elementos más básicos y las fases de que consta. Pero lo que me generan son principalmente reflexiones. Sin pretender que éstas alcancen el nivel de filosóficas, les llamaré psicológicas o conductuales.
En una corrida típica el toro sale a la arena lleno de vigor. Corretea por ella lleno de energía hasta que observa al torero listo para la lucha. El torero está armado, señal de peligro. Su instinto lo lleva a atacar y su cerebro escaso en recursos le indica que debe atacar lo que se mueve, que es el capote. Una y otra vez embiste el capote en movimiento, así se lo dicta el instinto. Luego el torero le incrusta en el lomo una especie de flechas, llamadas banderillas. La idea es “avivar” al toro, es decir promover su agresividad, que también es en este caso su reacción de sobrevivencia. Otros asistentes del torero también pican el lomo del toro con lanzas con el mismo fin. El toro se vuelve más agresivo pero la pérdida de sangre, y por lo tanto de oxígeno, lo va cansando. El torero se luce, hace muestras de valor. Al final el toro agotado, jadeando, no puede más. Sigue atacando hasta que llega el momento de la estocada final.
Existe una marcada diferencia entre las posibilidades del toro y las del torero de sobrevivir. El torero está armado, está entrenado, conoce su oficio y también conoce de antemano la conducta que tendrá el toro. Puede razonar y esto le permite un gran repertorio de acciones. Y si al final ve un peligro demasiado grande se refugia detrás de una estructura de acero. El toro no razona, simplemente actúa por instinto. Su repertorio de conductas es muy limitado. Siempre son las mismas. A no ser por una casualidad, un golpe de suerte, perderá. Si tuviera más discernimiento, si pudiera razonar a un nivel muy superior, tipo humano, haría otras cosas. Juzgaría que tiene todas las de perder y su conducta sería otra. Podría comenzar a bailar y a hacer gracias, eso le procuraría la simpatía del público y se le perdonaría la vida. Más elevado aún, si con las patas escribiera en la arena “piedad” o “amor”, el público enloquecería y se salvaría también. Pero no es capaz ni remotamente de eso.
Pobres los toros y también pobres los humanos que parece que actúan como toros, solamente por instinto, por lo que creen conveniente; y no son capaces de razonar y pensar por sí mismos.
Médico Psiquiatra.