La Inquisición llevada a cabo durante cuatrocientos años por la Iglesia Católica primero y, posteriormente, continuada entusiastamente por la Iglesia Protestante, es uno de los más vergonzantes reflejos de lo que puede ocurrir cuando el fanatismo llega a extremos peligrosos. Miles de personas murieron ajusticiadas y torturadas, en nombre del Buen Jesús, en procesos sin pruebas o con pruebas fabricadas. Vale decir que, contrario a lo que se piensa, la Inquisición Española no fue ni la más cruel ni la más sangrienta, en eso de escabecharse personas inocentes en nombre de la religión, el Reino Unido y Suiza sacan ventaja a sus pares españoles.
Lo cierto es que en esos oscuros días en los que la religión y no la ciencia ni la filosofía reinaba en las sociedades separarte un poco del “camino” podía significar una muerte horrible en el potro, la horca o la hoguera, a menos que corrieras con demasiada suerte y solo te condenaran a una expiación pública o al destierro. Si bien es cierto, en términos de persecución e intolerancia religiosa las mujeres llevaban la peor parte (4 de cada 5 condenadas por la Inquisición fueron mujeres), lo cierto es que el horror también podía alcanzar a los hombres si las condiciones se daban. Esto es lo que pasó con el sacerdote Urbain Grandier.
Grandier era, digamos lo menos, un sacerdote poco común. Nacido en 1590 en Mayanne, Francia, pronto ingresó en uno de los mejores colegios jesuitas de la zona. De inteligencia precoz, pronto escaló posiciones dentro del clero destacando entre sus compañeros, por lo que era admirado y odiado a partes iguales. Por si su inteligencia no fuera suficiente, era extraordinariamente bien parecido y un orador consumado, con ese paquete de cualidades bajo el brazo, lo envían como cura de almas a la pequeña Iglesia de Saint-Pierre du Marché, en la jurisdicción de Poitiers, Francia.
Todo se empezó a complicar cuando se instaló cerca de su parroquia un convento de monjas ursulinas, con la madre Sor Jeanne des Anges al frente… lo lógico era que el guapo y gallardo Grandier fuera el confesor del convento. El cura de almas sería el encargado de confesar una vez a la semana a las monjas y, pues, darles consuelo y consejo espiritual… demás está decir que duró una semana en el puesto. Olfateando nubarrones cargados de problemas, el cura Grandier renunció al cargo de confesor del convento y ahí es donde todo se empieza a poner confuso.
Sor Anges, según cuentan muchos escritos, fue una de las tantas mujeres que cayeron bajo el embrujo de la belleza e inteligencia de Grandier, el lío fue que, ante la renuncia del cura como confesor del convento, despechada como Shakira, la díscola monja juró, no facturar, sino vengarse. La oportunidad pronto se le presentó.
Utilizando su rango de Superiora, influenció a monjas y novicias para que durante su confesión declararan que había “algo oscuro” con el Padre Grandier, algo que las hacía comportarse de manera indecorosa y extraña. El nuevo confesor del convento, Padre Mignon, “exorcizó” a varias de ellas, las cuales, durante el proceso del exorcismo declaraban que el culpable de encontrarse en semejante estado no era otro que el Padre Grandier.
El caso pronto explotó en las redes sociales de la época, así que todo el mundo quería ser parte del espectáculo, por lo que se decidió que los exorcismos se harían en público. El proceso que duro varios días fue el show del momento. Mientras te comías una galleta con paté, veías como un sacerdote exorcizaba monjas que convulsionaban de forma violenta y hablaban en lenguas extrañas. Sor Anges reconoció haber sido poseída por Asmodeo y Zebulón, incidente que había ocurrido cuando el Padre Grandier había tirado un ramo de rosas por arriba de los muros del convento…
Está demás decir que el padre fue capturado; sin embargo, ni las más horrorosas torturas pudieron sacar una declaración de culpabilidad del padre Grandier que se mostró digno hasta el último día de su vida, el cual ocurrió cuando lo ataron al poste de la hoguera el 18 de agosto de 1634. Ante más de siete mil personas y en medio de una expectación sin precedentes, el padre fue quemado vivo por haber endemoniado a las monjas y novicias con un ramo de rosas.
A medida que el histerismo del que se habían contagiado las monjas se fue disipando, fueron aceptado una a una, años después, muchas de ellas en su lecho de muerte, el arrepentimiento y la culpa de haber inculpado a un inocente. Y es que inculpar a un inocente es un sentimiento que te acompaña hasta la tumba… un dato sobre el que tienen que reflexionar los salvadoreños que hoy tienen el poder sobre la vida y muerte de los más pobres de nuestro país.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica