Hace unos meses hablaba con un amigo mío, un sacerdote católico. Muchas veces, no conocemos la realidad de muchos sacerdotes diocesanos, ni captamos sus ideales porque quizás sólo conocemos dos o tres parroquias bien y, asumimos, viven vidas cómodas sin mayor preocupación porque el Vaticano es rico (falacia) y la Iglesia también (falacia). Nada más lejos de la verdad, especialmente en los de vida diocesana, o los de congregaciones misioneras (claretianos, somascas, jesuitas, etc.).
Pero en fin, el punto es que en medio de la plática, yo le pregunté si alguna vez el echaba de menos ciertos placeres mortales como levantarse a la hora que quisiera, o tener tiempo para el mismo, o comprarse una camisa a cuadros (el usa la camisa negra con blanco). Se rió y me dijo: “Carmen, para eso se ordena uno, para NO levantarse a la hora que uno quiere, para NO tener tiempo para si mismo. En cuánto a la camisa…uno tiene que aprender a vivir la vida ligero de equipaje".
Unas semanas más tarde, un amigo mío me dio un regalo de cumpleaños. Era un libro. Su título: “Ligero de Equipaje” y era la biografía de Anthony de Mello, un Jesuita Hindú. Me impactó un poco. No creo en las coincidencias, como soy poca para creer en visiones y emociones y mensajes. Pero si creo que Dios habla así, en mensajes cortos.
Y así es cómo ahora me encuentro limpiando quince años de una vida.
Algunos males me alcanzaron antes de lo que pensaba y necesito un lugar más adecuado para poder hacer que mis rodillas “aguanten unos años más, señora. Ya está a nivel de prótesis. Me busca cuando le duela”, me dijo el amable ortopeda después que me la infiltrara de emergencia. Así que, para mientras puedo encontrar un lugar óptimo, estoy rompiendo y rompiendo y regalando, para poder acomodarme mejor en mi espacio y evitar doblarme más de lo necesario. Y conforme rompo y meto cosas en cajas para regalar, me asaltan mil preguntas.
¿Por qué necesitaba esos cuadros que nunca colgué? ¿La vajilla que nunca usé? ¿En qué momento metí tantas plantas en mi mini jardín que ahora parece una jungla? ¿En serio compré este par de zapatos y esta chaqueta que nunca usé? Yo sé que me gustan los gatos, pero, ¿era necesaria la almohada de cuello en forma de gato rosado chillante? ¿Cuándo pensé usar tantas velas aromáticas? ¿En un pastel?
Y así voy sacando y sacando. Collares y aretes de nulo valor. Se me enseñó que comprar joyas en un país donde los niños mueren de diarrea era ofensivo, así que el valor de casi todo lo que uso es sentimental, pero tanta “joya” falsa junta es una pequeña fortuna. Una cantidad obscena de floreros (de cuándo existía el Génesis). Tres sets de maquillaje (¿regalos pre pandemia?) Recuerdos de viajes que nunca volví a ver…
Le conté a mi amigo sacerdote y me sugirió que pensara por qué acumulé tanto. Y en una de tantas en que estaba botando una cantidad de lapiceros y lápices a medias, un set de pinchos de conchas que nunca supe para qué sirvió y casi 300 tarjetas de presentación de diez años de antigüedad que nunca usé, me di cuenta. Compraba porque estaba vacía. Compraba porque era un instante de felicidad. Compraba porque me sentía gorda y esa blusa me iba a hacer ver mejor. Y en la cuarentena compré porque eso quitaba temporalmente mi mente del horror y del miedo.
Dije que iba a hablar de salvadoreños que cambian el mundo. Pues mi amigo sacerdote, como muchos otros -católicos y evangélicos, de varias profesiones y oficios- que han aprendido a vivir ligeros de equipaje, lo cambian. Son aquellas personas que pueden despojarse de lo que tienen sin dolor, que pueden recoger sus cosas e ir dónde necesitan, que no venden ni su conciencia y principios al dinero, que pueden ser generosos porque no hacen las cosas con afán de lucro. Los encontramos en todas partes, en todas las clases sociales. En la señora que cría a la hija de la trabajadora del hogar, el empresario que le paga estudios a sus empleados, el sacerdote que atiende a la feligresía de los cantones, el médico que no le cobra al pobre. La corrupción sería infinitamente menor si aprendiéramos que, al final, nada de lo que tenemos aquí pasa más allá, excepto nuestra alma. Sí, me imagino que ha de haber una emoción tremenda en poder sacar un Mercedes de la agencia, pero al final tiene el mismo propósito y las mismas cuatro ruedas que mi Hyundai comprado de segunda, con un golpe arreglado en la puerta derecha (otra enseñanza de mis padres, los carros son para usarse, no para ufanarse).
No escribo este artículo con el afán de criticar, pero si para que meditemos que, al final, la historia ha probado mil veces que es más rico el que da que el que busca tener. Y que una tontera como las rodillas fregadas, nos puede obligar a darnos cuenta que no, ya no puedo doblarme para sacar mi set de copas de cristal de bohemia y la gente ni cuenta se daría que son de cristal de bohemia. Y que lo importante es, citando el poema que me mandó mi amigo sacerdote.
“Mi equipaje será ligero, para poder avanzar rápido…
…Tendré que dejar tras de mí el espejo de mí mismo, el “yo” como únicas gafas, mi palabra ruidosa.
Y llevaré todo aquello que no pesa: Muchos nombres con su historia, mil rostros en el recuerdo, la vida en el horizonte, proyectos para el camino. Valor si tú me lo das, amor que cura y no exige…”
José María R. Olaizola, SJ
Y así estoy, aprendiendo a aligerar mi equipaje.
Educadora.