Antes de que existiera Youtube y de que muchos políticos hicieran de las redes sociales el instrumento por excelencia para difundir sus mensajes, había un tiempo en que la gente asistía a conferencias, y compraba los libros que las recogían. Eran días, parafraseando a Max Weber, en que pocos políticos vivían de la política y los mejores más bien vivían para la política… Tiempos de personajes de calado, de estadistas, y de discusiones serias sobre ideas y concepciones del mundo.
Teorías con consecuencias tan importantes como el auge de la democracia liberal en buena parte del planeta, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la transformación de monarquías en repúblicas, el reconocimiento de derechos civiles a quienes no se les reconocían por razón de su género,raza o religión… pero también de guerras cruentísimas, pobreza extrema dentro de sociedades ubérrimas, etc.
Uno de los últimos grandes oradores teóricos de la política es, quizá, el sociólogo alemán Max Weber. Un pensador, que ya citamos más arriba, y que enseñó en su época, a principios del siglo XX, las razones que harían que la política derivara en el mero discurso sobre el poder (primero como conseguirlo y luego como conservarlo), y la imposición de ideas, valores y criterios que nuestro tiempo -por obvia y descarada- mira como al elefante en el salón, que por patente y omnipresente pasa desapercibido para casi todas las personas.
Precisamente en su famoso ensayo “La política como vocación”, en 1919, Weber contrasta la ética de la convicción (la del sabio, la de quien tiene principios claros y bien fundamentados) con la ética de la prudencia y la flexibilidad (que es la propia del Político(así, con mayúscula). No escoge entre una de ellas, como si se tratara de alternativas, sino que combina los dos planteamientos con el afán de comprender la mejor política.
Dos formas diferentes, pero complementarias, de enfrentar un mundo que después de amarguísimas experiencias dejó de lado el autoritarismo y el culto a la autoridad para dar paso a las componendas y volubilidades y que, precisamente por su carencia de principios, se adapta siempre. Pero que, en su empeño por caer de pie -como los gatos- termina por corromper la búsqueda del bien común hasta reducir la política, como decíamos, en el arte de hacerse con el poder y conservarlo.
Según Weber, un buen político tiene que navegar tanto en las aguas de la ética de la convicción como en las de la ética de la responsabilidad, que es lo mismo que una magnífica receta para gobernar en una ciudad plural.
Por eso dice que el político por excelencia será aquel que pueda excitar emociones en quienes le siguen y sobre los que gobierna, y que al mismo tiempo sea capaz de conservar una razón fría y objetiva, de modo que le pueden seguir, y obedecer; es decir que pueda gobernar, tanto para personas poco intelectuales, como para los principales pensadores dentro de una sociedad plural.
El cáncer del político sería, según este autor, la vanidad que lleva a los que gobiernan a tomar decisiones basadas en simples emociones (las que provocarán con sus acciones y decretos), y no en el razonamiento imprescindible para poder gobernar con justicia y efectividad.
Por lo anterior, escribe Weber, “la dirección de los partidos por líderes plebiscitarios produce el vaciamiento espiritual de su aparato, su proletarización intelectual, podríamos decir. Para ser un aparato útil al líder, tiene que obedecer ciegamente, tiene que ser una ‘máquina’ (…), no entorpecida por la vanidad de notables ni por las pretensiones de tener una opinión propia”.
Una tesitura diametralmente opuesta a esta otra que Weber enuncia cuando escribe que el políticoverdadero, el político que vive para la política “debe tener: amor apasionado por su causa; ética de su responsabilidad; mesura en sus actuaciones".
Ingeniero/@carlosmayorare