Un día de esos típicos de San Salvador, en que amanecemos con frío, nos derretimos como sorbetes a mediodía y por la noche nos trasladamos a Venecia, me paré a comprar uno de esos combos de bajo precio en uno de esos establecimientos de comida rápida. No lo hice muy feliz, porque había visto, en las veces que había pasado por allí, una torre de cajas abiertas a un lado del parqueo, lo cual hacía que el lugar se viera sucio. Pero iba con prisa y ni modo…
Para mi sorpresa, cuando me estacioné en la fila del Drive-through, me fijé que el guardia de seguridad tomaba las cajas abiertas y las colocaba en los parabrisas de los carros estacionados. Cada vez que salía un vehículo, recogía la caja y se lo ponía al siguiente. Yo veía fascinada cómo corría de un lado a otro cambiando aquella especie de tapasol, hasta que la voz de la señorita me preguntó qué hamburguesa quería.
Me quedé intrigada. Fui a otros restaurantes de la misma cadena en los días siguientes, pensando que quizás era algún tipo de política empresarial. No. No había cajas, y los parabrisas de los vehículos quedaban a merced de la inclemencia del sol. Así que comencé a desviarme por el primer restaurante a la hora de mediodía. Siempre estaba allí el Señor Guardia, tapando y destapando parabrisas.
Una noche, en las que El Salvador se transforma en Venecia, pasamos por el restaurante. Los “tapaparabrisas” eran una montaña de cartón mojado en una esquina del estacionamiento. “Pobre Sr. Guardia”, dije,“se le ha de haber acabado el negocio”, asumiendo, claro, como buena salvadoreña, que cobraba por el servicio. A todos los salvadoreños nos encanta asumir todo acerca de la vida del prójimo. Ahora que ya no hay fútbol, podría ser el deporte nacional.
Así que, para los que asumieron que fui al siguiente día a cerciorarme, están en lo correcto. Fui. Había una torre de cajas nuevas, los pedazos de cartón mojado habían desaparecido y no pude resistir. Me bajé, pedí un minicombo y vi cómo le ponían el “tapaparabrisas” a mi carro. Cuando salí, le extendí un dólar al Señor Guardia.
“No se preocupe, señora”, me dijo.
“Usted me hizo un servicio”, le respondí.
“Sólo le puse un cartón a su carro… permítame”, replicó y salió corriendo a quitarle el cartón a otro vehículo.
Le quité el cartón al mío y busqué el otro dólar que me habían dado de vuelto por el combo y se los di. Me di la vuelta y me fui. He pasado unas tres o cuatro veces más y sigue tapando los parabrisas de los carros.
Se habla mucho, mucho, de cambiar al país. Yo soy una de las que creo, ciegamente, que este país necesita un cambio tan radical que es casi imposible. ¿Qué tiene que ver esto con un guardia sin nombre (porque nunca se lo pregunté)? Sencillo. Muchos pensamos que el verdadero poder para un cambio está en imponerse. Si como jefe yo insulto, tengo poder y la gente va a cambiar. Si como padre mis hijos me temen, tengo poder y mis hijos van a ser como yo quiero. Si tengo algún tipo de autoridad delegada, tengo poder, la use bien o no.
Pero este humilde guardia tiene poder REAL, ¿saben por qué? Porque cambia todo su pequeño entorno de quizás diez metros. Me fijé en otras cosas, durante las “visitas” que he hecho. El restaurante siempre está lleno. Los empleados son más amables porque los clientes son más amables. Y, con ojo de mercadóloga (sí, tengo estudios de eso también), me fijé que casi siempre están los mismos vehículos. Son clientes fieles de un restaurante que no debería, por lógica, tener clientes fieles.
El verdadero poder para generar un cambio social comienza cuando se busca el bienestar de los demás. Y no, no se escondan tras las gobiernos pasados y futuros. El cambio social inicia por la sociedad (por eso es cambio SOCIAL, no gubernamental). Inicia con el maestro que imparte las clases de corazón, la señora que trata a su empleada de manera digna, el mecánico que no intenta darle paja a las mujeres, el político que dice la verdad, el funcionario que no acepta un cargo para el que no está capacitado, la empresa que cumple el Código de Trabajo y permite la lactancia materna, la señora del supermercado (algo que me hizo llorar el otro día) que marcó un tarro de leche aunque a la clienta no le alcanzaba el dinero, a sabiendas que le iban a descontar, y el joven con look hippy que le devolvió el dinero para que no lo hicieran.
Necesitamos aprender a ser una sociedad de “tapaparabrisas” para que nuestro país refleje el poder que como ciudadanos tenemos: el poder de hacer el bien.
P.S. Si usted es de los que va al restaurante donde trabaja el señor guardia de esta historia, asegúrese de siempre agradecerle su pequeño servicio…
Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas.