En la América que conocimos y crecimos, nunca hubo reyes ni emperadores. Durante algún tiempo de mi infancia creí que los reyes y reinas, príncipes y princesas, sultanes y emperadores eran figuras de cuentos de hadas nada más. Aparte del “Castillo Venturoso” nunca he visitado castillo alguno en nuestra América Central. Más tarde aprendí que, durante la colonización de América por los españoles, tuvieron vigencia en el continente dos virreinatos: los imponentes conjuntos arquitectónicos de la Plaza de Armas de Perú y el Zócalo de México, entre otros, quedaron como majestuosas evidencias de tales épocas.
Si no existía la monarquía en nuestra América, se sigue entonces que no podía existir la nobleza, esa clase social conformada por las personas que poseen títulos nobiliarios (Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón) concedidos por el rey o heredados de sus antepasados. Sólo un monarca puede conceder la categoría de noble a una persona. Surge así la nobleza, esa clase social que ganó un rango preferencial en virtud a proezas que merecieron el agradecimiento y favor del monarca.
Selectos como eran, sus miembros han de haber empezado a comportarse de una forma determinada a fin de distinguirse de los demás. No eran de la realeza, no eran clero, no eran vulgo. El lenguaje, como entidad viva que es, recogió ese hecho diferenciando con palabras dichos comportamientos. El término nobleza llegó a designar no solo a los miembros de esa clase sino a una forma de comportamiento, una manera de conducirse en sociedad. El sustantivo devino en adjetivo: “Es una persona de nobles sentimientos”. Los protocolos de las casas reales han de consignar privilegios y obligaciones para los nobles tal y como lo hacen para con la realeza. ¿Será eso por lo que nuestros mayores, para regañarnos por un mal comportamiento, nos increpaban “no sea vulgar”? Es decir, no se comporte como si fuera del vulgo.
Así ha de haber nacido la frase “nobleza obliga”, que todavía se oía con frecuencia hace años, para significar que se debía actuar con honestidad, con fineza, con altura, con valores. No porque lo mandaran las normas, sino por la estimación en que se tenía la propia persona. ¿Hace cuánto que no escucha usted esa frase, dicha por alguien que decide renunciar a algo porque lo considera indigno de su condición? ¿Cuántas veces ha visto usted, en los tiempos que corren, que una persona trate a todos los demás con el mismo respeto, sin importar la ocupación o posición social de la otra?
El domingo pasado escuché, junto a un precioso grupo de familias, una exposición que colocaba a la nobleza y a la humildad como dos de las cuatro virtudes necesarias para llegar a la santidad. Nos quedaron debiendo la otras dos, pero me hizo sentido que conducirse según la propia estimación (y, por tanto, no conducirme de forma indigna a mi propia valoración) y comportarme de acuerdo a lo que soy, ni más ni menos, son guías sensatas para acercarse a la santidad. Evito tentaciones, rechazo sobornos y ofertas de mal comportamiento no por el temor a ser cogido en flagrancia, sino por la estima y respeto que me tengo, me lo impiden. “Nobleza obliga”.
Esta semana hemos visto varias notas necrológicas, todas muy sentidas. Murió un salvadoreño de empuje, especial, sobresaliente. Murió un noble. Me gustó sobremanera la nota que leí del responsable de una parroquia en la que él ayudó de manera decidida, voluntaria, entusiasta. La nota no era movida por el interés de conseguir más ayuda, sino por el agradecimiento sincero de quien tuvo el privilegio de conocerlo de cerca. Llamó mi atención la alusión que hace al inicio, “cuando otros ricos se alejaban por la prédica social de la Iglesia, él se acercaba sin temores al contacto directo con los pobres”. No era la primera vez que escuchaba eso de él. En el artículo que escribí cuando fue merecedor de una alta distinción internacional, ocasión que empleó para buscar contactos que pudieran beneficiar al país en un tránsito difícil de su política internacional, mencioné acciones de responsabilidad social que le conocí por medio de un cercano ayudante suyo. “Que no sepa tu mano izquierda…” creo que titulé la nota. Supe por un cercano compañero de promoción suyo, que el comentario que hizo entonces al artículo fue “¿cómo hizo Jorge para conseguir una información cierta pero tan celosamente guardada?”, la referente a sus obras de ayuda a comunidades empobrecidas y peligrosas de San Salvador, a las que entraba de noche sin más seguridad que la que su nobleza le otorgaba.
Tras su muerte, llamé a un par de sus colaboradores cercanos a quienes sabía dolidos por su partida. Personas de corazón bueno y sencillo que agradecerían la ocasión para recordarlo. Todo cuanto me dijeron de él me lo confirmó: no tenemos entre nosotros esa clase social que se llama nobleza, pero este hombre se condujo en su vida movido por un noble ideal: dejar un mejor país del que recibió. Sin miedos tontos ni consideraciones superfluas, se empeñó en ello lo mejor que pudo desde su peculiar trinchera, una que lo pudo haber puesto en el más alto cargo de responsabilidad pública. Tantos y tantas conocieron y se beneficiaron de su singular cortesía, de su genuina bondad, de su inteligencia empresarial y natural don de gentes, que no falto a la verdad si digo que su deceso ha sido una pérdida sensible para todo El Salvador y no solo para su familia y demás amigos cercanos, a quienes respetuosamente expreso por este medio mis sentimientos de pesar. R.I.P. don R.M.M.
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