Toda revolución parte del inconformismo como fenómeno sociológico. Esto, que podría parecer una simple perogrullada, tiene mucho calado; sobre todo cuando uno se pregunta hasta dónde llegan las raíces de situaciones como la rebelión woke que domina el statu quo de las principales universidades norteamericanas, y consecuentemente, los medios de comunicación y el discurso en redes sociales; ocuestiona el éxito de personajes autoritarios que en aras de una supuesta defensa de la libertad la recortan con sus modos tiránicos de actuar.
Es conocido que a finales de los Años Sesenta, bajo la superficie de una estabilidad social y prosperidad económica, en los Estados Unidos se fue gestando un profundo inconformismo en contra de los prejuicios raciales, el puro y duro capitalismo (un malestar que se compartía también en la cultura europea), la guerra en territorios extranjeros (recordemos Vietnam), etc.
Ahora bien, para que la inconformidad pase a la acción, es necesaria la conjunción de líderes intelectuales que propalan sus ideas, con cabecillas (en la mayoría de los casos jóvenes revolucionarios que tienen poco que perder y mucho que ganar) que se ponen al frente de una turba de disconformes.
Herbert Marcuse, Wilhelm Reich, Antonio Gramsci, Simone de Beauvoir, fueron los principales pensadores que lideraron la revolución en las ideas que primero movió a cuestionar los valores culturales dominantes, y llevó luego a muchos jóvenes a lanzarse a las calles proclamando aquellas consigas: “La imaginación al poder”, “prohibido prohibir”, “hacer el amor y no la guerra”, etc. Frases que fueron una especie de “hashtags” instalados en la mente y en el corazón de quienes protagonizaron la llamada revolución del 68.
Tanto en el mundo cultural de la década de los años setenta del siglo pasado, como en los wokeanos (permítaseme el uso del término) tiempos que corren, se pueden identificar algunas características comunes a la hora de reflexionar sobre los protagonistas (tanto los intelectuales como los líderes de acción), su jerarquía de valores culturales y sus modos de obrar; una ruta que vendría a ser de la academia a la calle, pasando por los medios de comunicación y el arte.
El inmediatismo que reclama la realización impostergable de los propios deseos, y que lleva a cuestionar cualquier pauta institucional; la caracterización de la libertad, simplemente, como ausencia de límites para la propia voluntad o de los meros deseos; la carencia de propuestas constructivas y la abundancia de críticas y acciones destructivas; la interpretación de la historia con criterios que nada tienen que ver con la época en que sucedieron los acontecimientos… podrían ser algunos de los rasgos comunes entre nuestro tiempo y el de los universitarios franceses protestando en París y los jóvenes norteamericanos manifestándose en California, hace cincuenta años.
Como sea, ahora resulta que vivimos en una época cultural cuyas ideas y valores dominantes no siempre respetan la dignidad de las personas, una era en la que el poder por el poder ha sustituido a la política en su rol de conseguir una sociedad en la que se pueda convivir; unos tiempos en los que en no pocas personas se ha instalado una cierta desesperanza, que lleva a muchos a tener lasensación de que su mundo (el mundo de creencias y valores) se desmorona.
Habitamos, para decirlo de una vez, en una crisis de esperanza. Y, consecuentemente (pues como es sabido no hay nada que alimente más la ira que la desesperanza), vivimos en tiempos preñados de indignación y desencanto.
No extraña, entonces, que uno de los líderes morales de nuestro tiempo, el Papa Francisco haya querido que este año 2025 que comenzamos sea el año de la esperanza. Tal como escribe en la Bula de convocación del año jubilar. Un documento con un título muy sugerente y profundo: Spes non confundit… la esperanza no defrauda. Una llamada al inconformismo, sí; pero con sentido.
Ingeniero/@carlosmayorare