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El actor y el pastor

El actor, viendo el “éxito” del sacerdote, le estrechó afablemente la mano y le comentó: “padre, no hay duda de que yo conozco muy bien el salmo, pero usted… usted conoce al pastor”.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

Se cuenta que un viejo lord inglés tenía por costumbre abrir a los habitantes de la comarca, de cuando en cuando, las puertas del palacete rural donde vivía. Le gustaba compartir con la gente, ofrecía una comida copiosa y sencilla, y lograba conectar con casi todos compartiendo un ambiente amable y festivo. 

La velada tenía casi siempre el mismo programa. Comenzaba con el anfitrión recibiendo a sus invitados a la puerta de su caserón y distribuyendo la gente por las estancias, mientras se servían las viandas. Corría el vino, pero no mucho. De modo que al final se lograba un ambiente ideal para el momento del “broche de oro”: alguna actividad de entretenimiento, con la que el aristócrata le encantaba agasajar a sus paisanos.

En una de esas ocasiones, fue invitado a la fiesta un reconocido actor de teatro. Cuando recibió el elegante tarjetón con el que le convocaban, captó perspicazmente que al final de la velada pasaría a ser protagonista. Por ello escogió entre su repertorio una de sus mejores actuaciones, y se preparó a conciencia.

Como era de esperar, cuando las conversaciones de sobremesa se habían adueñado del ambiente, el anfitrión pidió al actor que pasara adelante. El hombre tenía sus tablas y conocía bien a su público, y por ello se lanzó a recitar con maestría lírica el Salmo 21: “el señor es mi pastor, nada me falta…”. Al final, los presentes estallaron en un sonoro y cálido aplauso, para satisfacción del protagonista y del huésped.

En un momento dado, mientras la gente le felicitaba, el actor reparó en que al final de la sala, casi como queriendo pasar desapercibido, estaba sonriente el viejo párroco del pueblo. Con amabilidad se acercó a él y le dijo que no dudaba de que conocía el salmo, y que por lo mismo le disculpara si se había equivocado en algún detalle al recitarlo. El párroco, amablemente, le aseguró que lo conocía muy bien y en voz casi inaudible comenzó a recitarlo pausadamente “el Señor es mi pastor, nada me falta…”. La gente se dio cuenta y se hizo el silencio, de modo que terminó de recitar su oración en un salón en el que se cortaba la emoción que saturaba el aire. Tanto, que no pocos lloraban mansamente, profundamente conmovidos.

El actor, viendo el “éxito” del sacerdote, le estrechó afablemente la mano y le comentó: “padre, no hay duda de que yo conozco muy bien el salmo, pero usted… usted conoce al pastor”.

Al escuchar recientemente esta pintoresca historia se me vino a la mente, ¿en qué estaré yo pensando en estos días? Un tema que a los educadores en particular, pero principalmente al público en general, ocupa (¿o preocupa?) de manera especial. Me refiero a la pretendida sustitución que máquinas fundamentadas en algoritmos de Inteligencia Artificial, eventualmente realizarán en algunas profesiones y ocupaciones humanas.

Pienso que nadie duda de que las actividades repetitivas, mecánicas o rutinarias, terminarán siendo sustituidas tarde o temprano por las máquinas. Sin embargo, todas aquellas otras (pensamiento abstracto, arte creativo, compasión… por citar algunas pocas) que se fundamentan en esa dimensión exclusivamente humana, me refiero a su parte inmaterial o espiritual, difícilmente podrán ser sustituidas por un trabajo maquinal. 

Termino con una imagen que, pienso, puede ilustrar bastante bien esto que vengo diciendo. Concretamente, podemos pensar que la tecnología es muy capaz de diseñar los zapatos que calzamos, e incluso enseñarnos a utilizarlos de manera óptima… Sin embargo, son las humanidades, el contacto humano con otros, lo que en último término no solo nos enseñan a caminar, sino, más importante, nos capacitan para saber hacia dónde dirigir nuestros pasos.

Ingeniero/@carlosmayorare

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