Se considera que “Frankenstein. O el moderno Prometeo” es la primera novela moderna de ciencia ficción. Vio la luz en enero de 1818, en pleno corazón del romanticismo literario. Su tema principal tiene que ver con el atrevimiento de la humanidad -a través de la ciencia- en su relación con Dios. De allí su referencia a Prometeo, ese titán amigo de los mortales que desafió a los dioses robándoles el fuego y entregándoselo a los hombres.
El personaje principal, Víctor Frankenstein, un científico ambicioso que no se detiene ante nada para llegar a conocer el poder que le confiere la ciencia, llega a dar vida a una criatura compuesta a partir de piezas de cadáveres, que obtiene por exhumación. El resultado, la criatura, es un monstruo de aspecto humano, pero horrible a la vista de quienes se cruzan con ella.
La empresa de Frankenstein, además de evocar el eterno temor de que los inventos y los constructos del ser humano se vuelvan en contra de la humanidad (cosa que al final de la novela sucede), también sugiere bastantes de las categorías morales del mundo en que vivimos.
La más importante, quizá, es el culto a la eficacia sin detenerse en otras consideraciones, amén de la puesta entre paréntesis de cualquier consideración moral en el trabajo científico: ¿robar trozos de cadáveres? ¿Erigirse en señor de la vida y de la muerte? ¿Dotar de conciencia a una criatura incapaz de relacionarse con los demás?... Todo está permitido si se logra sacar vida de la muerte.
Frankenstein está cegado por el deseo de poder, sin dejarse condicionar por nada, ni siquiera por la “realidad” que implica la irreversibilidad de la muerte. “Enemiga” personal con la que se enzarza en una lucha brutal y que en la novela consigue derrotar, sin darse cuenta, eso sí, que está firmando su propia destrucción al dedicar su vida entera a la persecución de la criatura, llegando en su afán hasta el polo norte, donde fallece debido a su erosionada salud por el clima y el esfuerzo titánico que ha implicado su propósito destructor del monstruo.
Una novela, una ficción, que desvela aspiraciones y miedos reales de nuestro tiempo, principalmente la confianza ciega en la ciencia, el afán infinito de dominio técnico sobre la propia existencia, el temor cerval a la muerte que sufren los que viven una vida sin sentido; y la justificación de que todo vale para alcanzar un objetivo, y más aún si este está ordenado “al bien de la humanidad”.
Entre esos miedos y aspiraciones que se citan en el párrafo anterior, hay uno más que he preferido tratar un poco más por extenso: la ilusión de control que la ciencia infunde en quienes se entregan a sus seducciones y sugerencias. ¿Por qué si no tememos lo relacionado con el cambio climático, las enfermedades incurables, el envejecimiento personal, y, en general, todo aquello que soportamos solo por la esperanza de que algún día podremos dominarlo, y entonces seremos señores de la vida y de la muerte?
La última lección, que al menos trataré en esta nota, es que la ciencia y la técnica no pueden ser jueces y partes de sí mismas, pues si se diera esa circunstancia, terminarían por crear monstruos y criaturas espantosas que más temprano que tarde se revolverían contra sus creadores.
La postura más sensata frente a la ciencia, la técnica, e incluso la política, es dejar de aspirar a un control absoluto sobre lo que se comprende parcialmente (la realidad que nos rodea), y procurar que tanto sus fines como sus procedimientos estén diseñados y llevados a cabo desde una perspectiva humana; es decir, desde una postura que comprenda que no todo lo que “técnicamente” se puede hacer se debe hacer… y que, por tanto, antes de emprender lo riesgoso, bien vale la pena detenerse a pensar.
Ingeniero/@carlosmayorare