Niños, perros… perros, hijos. Los “perrijos”. Las estadísticas y las encuestas con contundentes: cada vez más las mascotas son incorporadas a las familias como un miembro más. Aunque… principalmente, en aquellas en las que no hay chiquitines humanos. Quizá porque cuando en una casa hay hijos, las mascotas ocupan un lugar muy especial en el corazón de la familia, pero a distancia considerable del que ocupan los hijos.
Los ejemplos abundan. Como se cita en un reciente artículo: “El New York Times refiere el caso de una mujer, madre de dos hijos, que se perdió varios momentos importantes de la etapa escolar de estos por estar cuidando de chimpancés –´si es tu hijo biológico, es algo natural, porque realmente has dado a luz a ese niño; pero cuando adoptas un mono, el vínculo es mucho, mucho más profundo´, solía decir–. O el de la niña de tres años que corrió a pasarle la mano a un perrito y la dueña se interpuso para impedírselo, al tiempo que le sugería al padre que atara a la pequeña con una correa (orgullosa de su actuación, incluso lo comentó en un post en X). O el del dueño de un bar inglés, que colocó a la entrada la advertencia: “Dog Friendly, Child Free” (Amigable con los perros, Libre de niños), un enunciado que la memoria, sin esforzarse mucho, puede enlazar con tristes episodios de discriminación [racista] en la historia”.
¿Por qué? ¿Porque los niños son pesos que pesan? ¿Porque la responsabilidad de hacerse cargo de una vida humana está a “años luz” de la de hacerse cargo de la vida de una mascota?
Los animales, sean mascotas o animales de servicio, o fauna domesticada, no tienen potencialidad real de ser parte, con pleno derecho, de una comunidad humana. Por el simple hecho de que no tienen conciencia. Tienen, sí, posibilidades patentes de comportarse como parte de un grupo: su naturaleza es gregaria; y -quien no ha estado en contacto con ellos no puede ni imaginarse hasta dónde llega esto-, porque el apego y la fidelidad que, principalmente los perros pueden manifestar, llega a extremos de incondicionalidad con su amo humano.
Pero de eso, a humanizarlos (antropormofizarlos sería más adecuado decir), a pensar que son casi, casi, humanos que solo les falta hablar, hay un trecho considerable. Además, a fin de cuentas, se les hace un daño. Lo mejor para un perro, para un gato, para una tortuga… es dejarlos ser perros, gatos o tortugas.
El perro, o el gato, o el goldfish, no saben que cumplen años, ni que los llevan a una “fiesta” con las otras mascotas del condominio. Pero sus amos se entusiasman y les celebran con pasteles y regalos. Pero no porque les importen sus amigos de cuatro patas (o escamas), sino porque se siente súper “consintiendo” a quien día a día, al volver a casa, nos recibe con entusiasmo meneando la cola, o se nos entremete entre las piernas ronroneando.
Como sea, me pregunto a veces por qué el cambio de “estatus” de las mascotas en el imaginario colectivo… la única respuesta que encuentro -por ahora- es el comprender que eso de recibir “amor” sin más responsabilidad que el bienestar físico de quien nos lo proporciona, es una tentación nada despreciable. Pues, como solía decir un conocido mío, si al regresar cada día a la casa el único, al final de un pesado día de trabajo, que se alegra es el chucho… menos mal.
Y es que, es así: después de siglos de convivencia entre los animales y los humanos se establece una comunicación sentimental especial. Unos, las bestias, dependen de su supervivencia de esa simbiosis, mientras que los otros, nosotros, dependemos de ese “amor” incondicionado para sentir que -a veces, no siempre- importamos para alguien… aunque ese “alguien” sea, sencillamente, una mascota.
Ingeniero/@carlosmayorare