Tengo un amigo, muy dicharachero, como se verá, que tiene su peculiar modo de ver las cosas con respecto a la salud. Son suyas frases como “no hay nada peor para la salud que el deporte” (refiriéndose irónicamente a la gran cantidad de lesiones que sufren los deportistas). También dice que él evita en todo lo posible visitar al médico “no vaya a ser que a uno le encuentren algo”.
A mí, la que más me gusta de sus frases, es aquella que dice que “el ideal actual es morir en perfecto estado de salud”. Para argumentar se apoya en la cantidad enorme de dietas, productos dietéticos, páginas y páginas de revistas y periódicos dedicados a la salud, canales de Youtube, gimnasios, aparatos para ejercicios y un largo etc. Productos y servicios orientados a cuidar la salud, la estética y la sensación de bienestar que a veces se confunde con la felicidad.
Pues bien, si tanto se hace por el cuerpo, lo lógico debería ser que la otra parte de todos nosotros, el espíritu, recibiera también cuidados proporcionales. Sólo así (mente sana en cuerpo sano) se logra el bienestar integral, y no mera salud corporal.
En principio, ya sabemos cómo tratar al cuerpo de la mejor manera posible, pero el alma ¿dónde se ejercita, cómo se alimenta, cómo se conquista la salud emocional?
Igual que el cuerpo, el espíritu necesita crecer sano, tener una dieta balanceada, ser preservado de las enfermedades y curado cuando es atacado por algún mal. Necesita evitar los excesos y tender al equilibrio.
Esto se sabe desde los tiempos más antiguos; de hecho, hay pocas novedades en lo que a la búsqueda de la felicidad se refiere. Desde los primeros filósofos, como Aristóteles o Epicuro; hasta los escritores de psicología contemporáneos como Goleman o Covey; o cualquiera de los modernos autores de libros de autoayuda, se sabe que quien no cuida su psique corre un serio riesgo.
Es cierto que en la búsqueda de la felicidad tenemos factores que no podemos controlar, como la genética o algunas circunstancias que nos encontramos ya dadas. Pero también es verdad que el factor más importante es el personal: la actitud con que nos enfrentamos a la vida y, lo más importante, los medios o herramientas con que contamos para vivirla: nuestro modo estable de ser. Es decir, nuestras virtudes y nuestros vicios.
Esas variables voluntarias que entran en nuestro esfuerzo por ser felices, se forjan de muchas maneras. Dependen del temperamento, de la educación, de la idiosincrasia, de la experiencia de vida. Pero, principalmente, de la repetición de actos buenos (virtuosos) y de la repetición también, al evitar llevar a cabo actos malos (viciosos).
No es casualidad que Aristóteles definiera la felicidad, precisamente, como la vida según las virtudes. En estos tiempos, parece que se evita la palabra virtud y cada vez que se puede se la cambia por la más popular y políticamente correcta de valor. No son equivalentes; sin embargo, se intercambian.
La virtud se logra por repetición, como músculos sanos se logran por el ejercicio constante. En el gimnasio de la felicidad nos ejercitamos una y otra vez para ser virtuosos. Para ser feliz es necesario luchar con constancia por ser ordenado, generoso, sincero, humilde, laborioso y tantas otras virtudes. La única manera de adquirirlas es viviéndolas día a día, paso a paso.
Sólo quienes luchan cada día en lo que entienden que es mejor llegan al final de sus días con una vida plena; lejos de la situación que describe, otra vez –siempre con un punto de ironía-, mi dicharachero amigo, cuando dice que “lo más fastidioso de llegar a una edad madura, es que los médicos le empiezan a prohibir a uno todo lo que ya le hizo daño…”
Ingeniero/@carlosmayorare