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De la dignidad y sus caminos

Como escribe Pablo a los gálatas, desde el advenimiento de Jesucristo “ya no hay ni judío ni gentil, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos ustedes [los bautizados] son uno en Cristo Jesús”. Un modo de pensar completamente revolucionario en un mundo, el universo greco-romano, estratificado y regulado no solo por la costumbre, sino también por la legislación que imponía sus valores y perspectivas más allá de las fronteras del imperio.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

El concepto de dignidad humana tiene sus raíces en la antigüedad clásica. Su fundamentación era más bien la pertenencia a una cultura, a una clase social, a un origen de cuna. Sin embargo, con el advenimiento del cristianismo, la dignidad pasó de ser algo relativo a circunstancias, a convertirse en un concepto absoluto, independiente de las raíces culturales, étnicas, legales, de la cosmovisión de que se tratara.

Como escribe Pablo a los gálatas, desde el advenimiento de Jesucristo “ya no hay ni judío ni gentil, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos ustedes [los bautizados] son uno en Cristo Jesús”. Un modo de pensar completamente revolucionario en un mundo, el universo greco-romano, estratificado y regulado no solo por la costumbre, sino también por la legislación que imponía sus valores y perspectivas más allá de las fronteras del imperio.

Ahora bien, si es verdad que durante siglos la visión cristiana reguló el concepto de dignidad humana, para entender la profunda influencia que la doctrina cristiana tuvo en el pasado, podría bastar traer como ejemplo el modo como el Imperio Español trató a los americanos que habitaban el vasto continente recién descubierto: como súbditos y no como esclavos.

Sin embargo, dicha visión estuvo lejos de ser perfecta, como se colige al ver a los mismos cristianos, sin importar que fueran holandeses, franceses, ingleses o españoles, tratando a los africanos (secuestrados y vendidos) como mercancías durante más de tres siglos.

Esa doble moral no fue óbice, e incluso en algunos casos resultó ser el detonador,  para que con el advenimiento de las democracias liberales -un régimen que en buena parte del mundo se convirtió en “el único posible” en las mentes de los ilustrados-, la dignidad del ser humano tomara carrerilla y se instalara en la mayoría de las constituciones políticas de las naciones, estableciendo una notoria diferencia con tiempos anteriores.

Se pasó de considerar a los seres humanos con igual dignidad entre sí por la fuerza de la ley: primero civil en la antigüedad, luego religiosa con el establecimiento de la cristiandad; hasta llegar a la igualdad ante la ley (Liberté, Égalité, Fraternité). Un juego de preposiciones “por” la ley y “ante” la ley, que hacen un universo de diferencia.

La declaración de los Derechos Humanos de hace setenta y cinco años contribuyó muy significativamente, no solo para evitar que la humanidad repitiera los horrores de las dos guerras mundiales, sino también para ir sembrando en el imaginario colectivo una idea importantísima con respecto a la dignidad: es algo intrínseco (inseparable, necesariamente relacionado) con la condición humana.

El triunfo de la mentalidad democrática-liberal por encima de los totalitarismos de izquierda (caducados en 1989) y de derecha (sucumbidos en 1945), contribuyó mucho, a considerar que todas y cada una de las personas tienen una dignidad absoluta e inalienable.

Un proceso lento de instauración de ideas y conceptos antropológicos que debe prender todavía en grandes porciones de la humanidad (pienso en China y la India, concretamente; y en regímenes totalitarios de cuño religioso hoy día subsisten); pero que más temprano que tarde terminará por imponerse y florecer, como se imponen los conceptos verdaderos.

Sin embargo… a pesar de que democracia liberal y los derechos humanos se han convertido en una especie de dogmas políticos, que nadie -al menos en la cultura occidental- osa cuestionar, en el mismo seno de las sociedades democráticas-liberales más avanzadas, todavía se convive con contradicciones.

Me refiero, concretamente, al precario estatus de persona-ciudadano que seres humanos en situación de fragilidad vital: los no nacidos, los no productivos, los que nacen con taras genéticas, los que no gozan de salud, etc. Tienen no solo ante las legislaciones particulares, sino también ante la conciencia de sus congéneres “sanos”, “ricos”, “poderosos” con los que -por tiempo cada vez más limitado- conviven.

Ingeniero/@carlosmayorare

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