El sufrimiento es un tema omnipresente en todas las tradiciones culturales. En general se trata como una realidad no deseable y al mismo tiempo inevitable, pero pocas veces como algo asociado de manera intrínseca con la condición humana. Considerar que es inevitable puede ayudarnos a soportarlo, pero no a comprenderlo ni a dotarlo de sentido.
Podría parecer que la cultura contemporánea nos aboca exclusivamente a lo material, al consumo y al goce placentero, como si lo espiritual estuviera reservado a unos pocos (¿privilegiados? ¿desquiciados?) que tienen la suerte, o la desgracia, de entender estas cosas. Pero todos los demás, la gran mayoría, vivimos como si nos tuviéramos que conformarnos con irla pasando, con evitar el sufrimiento todo lo que podamos; y si nos viene una desgracia, intentar rescatar del fondo del alma elementos religiosos o existenciales que nos hagan un poco menos insoportable la vida.
Algunas religiones, desde el cristianismo hasta el budismo, proponen que la paz verdadera no puede ser encontrada en las cosas puramente materiales, mundanas, ni siquiera en la satisfacción completa de nuestros deseos.
También las tradiciones más mundanas, o menos espirituales si se quiere, comprenden que el sufrimiento es inevitable, y ante su presencia continuada oscilan entre el suicidio, que corta de raíz cualquier dolor, y la vida alocada y frívola que va de placer en placer a modo de distracción o maniobra de diversión que –al menos- da la ilusión de superar momentáneamente el dolor.
Que el sufrimiento es omnipresente es innegable. Otra cosa son las causas que las personas atribuyen a su presencia en nuestras vidas. Para unos se sufre porque no se es suficientemente rico, amado, respetado… porque no se tienen los amigos adecuados o porque, simplemente, todo es un hastío. En todo caso, porque colocan la causa del dolor fuera de ellos, y en ese no darse cuenta de que la vida misma, en su lucha por su conservación, implica sufrimiento: hambre, sueño, dolor, etc., se asemejan a esos insectos que una y otra vez golpean contra los cristales en su ciego empeño por escapar de la habitación.
Ya se sabe: los esfuerzos por resolver el problema del dolor que no tienen en cuenta una antropología verdadera, que no consideran la realidad finita del ser humano, pueden proporcionar alivios temporales, épocas de bienestar o paz interior, pero en el largo plazo terminan convirtiendo, a quienes son ciegos a la condición humana, en personas que, simplemente, no son capaces de sufrir porque no han podido identificar las verdaderas raíces del dolor, ni han podido dotar de sentido el sufrimiento.
En último término, las raíces profundas del sufrimiento pueden encontrarse en el falso sentido de autonomía, en el deseo más o menos explícito de mantener el control sobre todo lo que consideramos, o sentimos, inferior a nosotros. Los problemas empiezan cuando por la fuerza de la realidad nos damos cuenta de que dicho “control” no es tan absoluto como pensábamos: sobre los agentes patógenos, los sentimientos de los demás hacia nosotros, los fenómenos naturales, o la pura y simple “mala fortuna”, por citar algunos ejemplos.
Ese saberse impotente ante el sufrimiento es, para el hombre y las mujeres de hoy en día, peor que el peor de los dolores. Principalmente cuando desde la infancia nos han bombardeado con ideas, sentimientos, perspectivas, etc., que nos repetían una y otra vez aquello de “querer es poder”, que todo es posible para el que se empeña, que –no se sabe por qué- siempre íbamos a ser el centro de la atención, el punto de referencia de todos y de todo.
Cuanto antes descubramos que el sufrimiento es inherente a la vida humana y que no está en nuestro poder simplemente soslayarlo, mejor. Cuanto antes esto se dé, antes maduraremos.
Ingeniero/@carlosmayorare