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La bici

Lo nuestro fue un amor a primera vista. Le pedí a mis padres, tímidamente, que para mi cumpleaños número catorce, me regalaran una BMX. Una de esas super bicis que estaban de moda, salían en las películas (como “E.T.” y “Los chicos perdidos”) y toda la mara de la colonia, con gusto, hubiera dado su brazo derecho por tener una.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Hay pocas cosas que me causaran tanto placer en mi juventud como andar en bicicleta: El sol del atardecer dándote de lleno en el rostro mientras el viento te alborotaba el peinado, una sensación de libertad tan plena que, aún hoy, más de treinta años después, si cierro los ojos, todavía la puedo sentir.

Lo nuestro fue un amor a primera vista. Le pedí a mis padres, tímidamente, que para mi cumpleaños número catorce, me regalaran una BMX. Una de esas super bicis que estaban de moda, salían en las películas (como “E.T.” y “Los chicos perdidos”) y toda la mara de la colonia, con gusto, hubiera dado su brazo derecho por tener una.

Llego el día y fui con mi padre a comprarla, ya en el almacén nos dimos cuenta de que no nos alcanzaba. Al fin de cuentas, yo era el noveno de nueve hermanos y un padre tenía que tener una billetera tan robusta como la de Soros para darle gusto a todos, así que “adiós BMX”… pero en medio de todas esas bicicletas caras, sofisticadas y brillantes, estaba una por ahí, que no era la original, pero se parecía. Me atreví a preguntar “¿puedo ver esa?” y para mi sorpresa ¡sí cuadraba con el presupuesto!

Era una imitación, sí, pero vieran que bonita era la carajada. Pintada con un orgulloso azul lustroso, con forros de espuma y algo que parecía ser cuero en su timón y en el tubo central. No tenía frenos de prensa en los manubrios como las originales, pero estaba equipada con un ingenioso freno contra pedal, que cuando ibas a cierta velocidad y lo accionabas, hacía que derraparas sobre el pavimento con lo que te hacía sentir como un verdadero James Bond de la cuadra.

Desde el primer día que salí con ella orgulloso a la calle, nos convertimos en mejores amigos. Al inicio de la década de los ochenta, en que había relativamente pocos carros y los buses raramente pasaban por las calles residenciales, a pesar de la guerra, los jóvenes teníamos la oportunidad de recorrer extensas áreas urbanas sin mayor cuidado ni mayores precauciones. En vacaciones especialmente, salíamos de casa después de almuerzo a encontrarnos todos los cheros en el parque. De ahí, cada uno en sus bicis, nos íbamos a la Miramonte, a la Colonia Roble, a la Centroamérica, a la Motocrós (que en ese entonces estaba en construcción, por lo que brindaba una pista natural para acrobacias).

La salida era simple, con un “ya vengo mami”, regresando cuando ya el sol se había puesto. Ejercicio, adrenalina, luz, sol, aire, libertad. No recuerdo nunca haberme encontrado a mi padre o madre preocupados por no haber salido de mi toda la tarde, eran tiempos de libertad y confianza, a donde no era en absoluto necesarios los WhatsApp ni los teléfonos celulares. Cuando eventualmente me llegó el momento de ser padre, si algo me dolió, es no haberles podido transmitir a mis hijos ese alegre sosiego que solo se experimenta en un ambiente en libertad, tal como el que se vivía entre amigos en las antiguas calles de San Salvador.

Pero el tiempo pasó y andar en bici dejó de ser cool. Llegó el momento de la coquetería, de visitar a mi novia en mi carro destartalado, de fiestas con camisas tiperia y pelo engomado, mientras mi buena amiga, esa bici que me acompañó durante tanto tiempo a todos lados, languidecía en algún rincón de la bodega de mi casa.

Un buen día, ya grande, buscando no sé qué cosa en la casa de mi madre, me encontré con mi mejor amiga. Su lustroso azul se miraba lleno de herrumbre y sus orgullosas llantas estaban pachas. La cadena que la impulsaba estaba suelta, sin grasa lubricante. Ella me miró con una mira limpia, sin reproche, como diciendo “viniste a verme”. La saqué de donde estaba y la llevé a pintar, aceitar y cambiar llantas, lo que la hacía de ver de nuevo orgullosa, recuperada parte de su vitalidad perdida.

Ya nítida, me fui en búsqueda de su nuevo dueño. Me encontré a un cipote jugando en la calle, en una arteria algo populosa de San Salvador. La tomé y se la regalé, “cuidala” le dije, “te estoy dando una querida amiga”. Creo que el cipote no entendió lo que le dije, pero al recibirla con una amplia sonrisa y brillo en sus ojos, supe que no me había equivocado.

Ahí le dije adiós para siempre a mi bici. Ahora, a veces, me la imagino con algún cipote saltando y derrapando, disfrutando del sol en la cara, del viento, de la libertad, en alguna calle de San Salvador y me da una sonrisa de satisfacción por ella mientras me digo a mí mismo: continúa disfrutando de la libertad, buena amiga.  

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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