Tenemos los cuerpos unidos por el mal y las almas entrelazadas por el bien. Vivimos entremezclados, enredados con la maldad y con la bondad. Estamos a un paso del cielo y a un respiro del infierno. ¿Pero, acaso, eso no quiere decir que, una vez nuestra expresión terrenal finalice, todo lo que queda de nosotros es lo bueno y lo malo? ¿Acaso eso no es la imagen del recuerdo, una amalgama de reacciones, una colección de ocasiones? Manejamos la vida con el intercambio de sensaciones, de acciones que esparcen la doctrina única de nuestra propia mente. Y a pesar de diferenciarlas y categorizarlas, de saber qué es y qué no es bueno o malo, nos gusta pensar que son dos caras de una misma moneda, pero eso es una falacia.
El mal, lo malo, lo profano, es primitivo. Aquello que nos parece obsceno, despiadado, podrido y soez es la huella animal que está impresa en nuestra alma. Lo malvado es la explosión de las emociones primigenias, lo pérfido es la declaración natural de nuestra bestia interior, lo ruin es la imagen física de nuestro lado salvaje. Porque, aunque la depravación y la malicia se trabajen de manera lógica y racional, aunque lo vil e infame sea puesto en práctica de manera industrial y modernizada, no deja de ser una mera muestra de una alimaña sin control, de una fiera sin sentido que ataca por instinto. El mal es la contraparte del bien, no porque se contradigan, sino porque brotan de dos fuentes distintas. El mal nace de la ignorancia, del salvajismo, de lo irreal de la bestialidad, de lo ilógico de la brutalidad. El mal, aquello a lo que le hemos colocado la etiqueta de grosero e indigno, son todas las acciones que se alejan de la utopía que la razón ha creado en las mentes de los que señalan el mal y lo denuncian, de los que reconocen el particular aroma de lo maléfico.
Y eso lo entendemos, que lo malvado nos rodea y eso, dentro de nuestro corazón, nos gusta. Nos agrada porque somos malvados también, tenemos la semilla del mal enterrada en lo más profundo de nuestra alma. Anhelamos, de vez en cuando, probar las mieles del mal, soñamos con él en las frías noches de tristeza y rabia. Nos gustaría sumergirnos en los adictivos rápidos de la maldad porque parte de nosotros añora la sensación de hacer aquello que sabemos que está mal. Queremos pensar que codiciamos el bien, pero no podemos mentirle a nuestro cuerpo, no podemos engañar a nuestros instintos, el mal es más humano de lo que pensamos y eso nos asusta. No nos gusta acercarnos tanto a la más pura naturaleza de nuestro ser, pero tampoco nos interesa separarnos de nuestra más profunda imagen animal.
Sí, el mal es natural, está en todas partes. Se encuentra regado por doquier, sembrado en el espíritu de todo ser vivo, porque el mal es vida, el mal es ventaja, el mal es, a veces, divertido. Aquello que etiquetamos como malo es, de manera objetiva, una alianza con el futuro, una oportunidad con el mañana. Alejándonos de las leyes humanas, de las acusaciones terrenales y de los castigos sociales; el mal es una herramienta más de la supervivencia, una ayuda a mantenerse vivo. Hacer el mal, quitando todo aquello que evita la sanción de la civilización, es saber sobrevivir. Pero, aun pudiendo obtener los más grandes sueños de nuestra consciencia, a pesar de poder obtener toda la gratificación de tener nuestras más grandes necesidades satisfechas, preferimos el bien, ¿por qué? [FIRMAS PRESS]
*Escritor panameño.