“Doña Susana Dosamantes recibió muestras de cariño por parte de familiares y amigos, por su próximo viaje a Wichita, Estados Unidos, a dónde pasará buenos momentos, disfrutando de unas merecidas vacaciones”. Anuncios sociales como estos eran comunes en la primera mitad del siglo XX cuando viajar al extranjero constituía todo un acontecimiento social.
Señores de la más rancia alcurnia, vistiendo sus mejores galas, abordaban barcos y posteriormente aviones para ser privilegiados testigos de las peripecias de un viaje que solo sus generosos bolsillos podían pagar. El resto de los mortales se limitaban a ver desde la barda para únicamente soñar con participar en uno de ellos. Pero como todo en la vida, las cosas cambian y las oportunidades de viajar se democratizaron.
Siendo un cipote de pantalones cortos que aún jugaba mica en jardín Guirola del Liceo Salvadoreño, recuerdo los viajes de mis padres: él, con su impecable traje; ella, con un copete de dos pisos al estilo de las películas de Elvis. Las idas a dejar al aeropuerto eran todo un acontecimiento. Las cartas pidiendo cosas del extranjero, escritas y reescritas para afinar detalles sobre los regalos tan ansiosamente esperados, acompañaban a los viajeros. De hecho, mi papá, más que viajero, parecía cartero, ya que llevaba nueve cartas solicitando regalos, escritas por igual número de hijos.
Las despedidas eran adustas. Mi padre, serio y con cara de circunstancias, más que a Nueva York, cualquiera diría que iba a la Luna. Mi madre diciendo adiós entre besos, abrazos y lágrimas disimuladas, encargándonos a sus hermanas para que nos cuidaran en su ausencia. El regreso era apoteósico, cualquiera diría que regresaban invictos de la Guerra en Corea. Regalos por doquier: chocolates suizos, carritos de baterías, vestidos para mis hermanas ¡todo un acontecimiento!
El tiempo pasó y ahora el que viajaba era yo. Todavía alcancé a vivir el momento en que los hombres viajábamos, sino en traje, al menos el blazer. Ahí nos encontrábamos en el aeropuerto bien peinaditos como niños en el primer día del Kínder. Las cipotas y sus madres bien arregladitas y perfumadas. Si bien es cierto que viajar ya no era la aventura que fue en los cincuenta y sesenta, pero aun así revestía cierto glamour, cierta etiqueta que constituía un mudo lenguaje respetado por los trashumantes, una especie de masonería aeronáutica.
Aunque no lo crean los milennials y la generación Z, en esa ya lejana época de los Ochenta, todavía te servían la comida abordo con menú, podías escoger entre carne, pollo o espagueti Alfredo. Vino, soda, cerveza o agua (¿Quién podía osar en pedir agua…?). Y además ¡oh, épocas pacíficas! Junto a tu almuerzo o cena, te daban servilletas de tela, cuchillos y tenedores de verdad, es decir, metálicos, con los que realmente podías cortar y comer, nada de esas fruslerías de plástico con las que no podés cortar ni el aire. ¡Y todo ello en clase económica!
Llego el momento en que mi desarrollo profesional permitió que más de algún cliente pagara mi boleto en clase Ejecutiva. ¡Qué experiencia! No te entraban chineado a la cabina por que supongo que existía alguna norma que lo prohibía. Una vez dentro era como ser ciudadano del reino de Jauja: comida y bebida ilimitada. Tequilas tan ricos que hubieran asombrado a Pancho Villa. Whiskies como recién degustados por algún adusto monje irlandés. Las damas disfrutando Mimosas, esas bebidas de dudosa sexualidad. Y si tenías suerte, a lo mejor tu compañero de asiento era algún artista de moda. Viajando en clase Ejecutiva, cualquiera diría que tu segundo apellido era Kardashian.
Pero el tiempo… y las costumbres, continuaron su inexorable cambio. Ahora viajar después de la pandemia, es, digamos lo menos, “diferente”. Las aerolíneas te alimentan -cuando lo hacen- como si fueras mono de gitano: semillas deshidratadas o papa colocha, tu escoges tu veneno. ¿De tomar? Con suerte agua y en una cantidad tan limitada que no sería suficiente ni para realizar el rito del bautizo. ¿Algo más “fuerte” para tomar? Pues prepara tu tarjeta, precios como si estuvieras en un retaurante en Champs Élysées.
¿El código de vestimenta? Básicamente pijama. Una ducha antes del viaje es enteramente opcional. Cualquier cosa arriba de eso es bienvenida. Ahora la gente sube y baja de los aviones como lo hace de un bus interdepartamental y las aerolíneas nos tratan como si viajáramos en uno.
Soy un fiel creyente del desarrollo, de la democratización y de las oportunidades para todos, pero darle una pincelada de educación y civilidad a los viajes internacionales, siempre será bienvenida.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica