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Un cuento de Navidad

A la hora de todos los días la vio llegar. Menos mal que el semáforo estaba en rojo. Se acercó y cuando don José bajó la ventanilla, antes de que él le dijera nada, desenvolvió la medallita y se la mostró diciéndole: Hoy soy yo la que le quiere dar una sorpresa, mire esta medalla que me dio una señora hace tiempo. La tenía guardada para Usted.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

No sabía en qué fecha estaban, solamente había visto que el clima había cambiado. El sol brillaba intensamente, ya no llovía desde hacía varias semanas, el cielo era de un azul vivo y sedoso, y había empezado a nortear. Las noches eran más frías, pero sobre todo las madrugadas, y ella tenía que arrebujarse en sus trapos esperando con impaciencia la primera claridad.

Las personas también habían cambiado. Ahora parecían más impacientes y, a diferencia de los meses anteriores, aunque difícilmente se veía a alguien sonriendo detrás de los vidrios polarizados de los carros, notaba como que iban con más prisa, incluso cuando bajaban las ventanas de sus carros y le daban unas monedas.

Don José bajó el vidrio y ella sintió el aire frío que ambientaba el interior de la camioneta. Don José… una de las pocas personas que no sólo le hablaban, sino que era el único que la miraba a los ojos cuando le daba unas pocas monedas mientras esperaban los dos que el semáforo se pusiera en verde. Don José… la saludaba ¡por su nombre!, pues hacía ya un tiempo que se lo había preguntado.

Un día, le dijo algo que la dejó pensando: - Francisca, expresó después de saludarla con una sonrisa: en diciembre te tengo preparada una sorpresa. No entendió mucho qué quería decir, pues para ella, a sus noventa años, todos los días eran iguales, todas las semanas eran iguales, todos los meses eran iguales… ningún año se distinguía de otro. Sin embargo… esa promesa de Don José le hizo ilusión. ¡Una sorpresa!

Entonces, un día al despertar por la mañana, tuvo lo que ella pensó que era una idea feliz. Como sabía muy bien la hora en que casi siempre pasaba don José, y había preguntado en qué mes estaban, y le habían dicho que en diciembre, se puso a buscar entre sus cosas y… la encontró. Halló la medallita que una vez una señora le había dado, y que -según le explicó- era muuuy milagrosa. La envolvió cuidadosamente en un pañuelo limpio y se dispuso a esperar la camioneta que tan bien conocía.

A la hora de todos los días la vio llegar. Menos mal que el semáforo estaba en rojo. Se acercó y cuando don José bajó la ventanilla, antes de que él le dijera nada, desenvolvió la medallita y se la mostró diciéndole: Hoy soy yo la que le quiere dar una sorpresa, mire esta medalla que me dio una señora hace tiempo. La tenía guardada para Usted.

Don José se dejó sorprender, y le sonrió. Ella no se dio cuenta de que, a diferencia de todas las veces, hoy había alguien más en la camioneta: una señora muy joven que sostenía en su regazo a un niño precioso. Y, cuando los miró, sintió que algo estaba pasando, supo que la sorpresa prometida por don José empezaba a hacerse realidad. La señora, una muchacha, la miró con ternura, y el niño extendió sus manitas como pidiéndole que lo cargara. No supo qué hacer, principalmente porque no recordaba que un niño, ni mucho menos tan hermoso, hubiera reparado en ella.

Sonrió desconcertada, sintió que toda la sangre se le subía al rostro y el calor que sintió en sus sienes delató que se había ruborizado. Ella… a sus noventa años. Sin embargo, sacó fuerzas de flaqueza y acarició al niño en la mejilla, sorprendiéndose de su atrevimiento.

Tanto don José como la joven señora la vieron con cariño y, de repente, se vio envuelta en una luz como nunca había visto, en un calor tan agradable que parecía irreal, mientras veía a través del resplandor a Martín, sí Martín, el nieto que le habían matado los pandilleros, y no daba crédito a lo que él le decía: Abuela, bienvenida, se acabaron todos los dolores, de ahora en adelante sólo alegrías, solo felicidad.



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