Fue jueves. Lo recuerdo bien porque ese era el día en que madrugaba para estar en la cabina de la radioemisora de Diario El Mundo, de 7 a 8 de la mañana, en un programa cultural semanal del que era contertulio.
No recuerdo el tema que tratamos ese día. No es un detalle importante. Cuando bajé de la segunda planta al estacionamiento del edificio, había una camioneta pickup con los logos de la PNC en sus costados. El alto jefe policial al que conducían en aquel vehículo me dio la mano al ingresar. Yo no lo conocía, pero él me dijo que había leído cosas mías en los medios. Se lo agradecí y seguí mi camino hacia el parqueo.
La camioneta policial tenía sintonizada otra radioemisora nacional. Alcancé a escuchar que se había producido un atentado en Madrid y que era de grandes proporciones. Me fui a mi casa con aquella idea dentro de mi cabeza. Esa noche debía impartir una conferencia en la embajada española en San Salvador. Por más que he tratado de recordarlo, olvidé el tema del que iba a disertar.
Llegué a mi destino y comencé a ver las fotos y videos del horror. Aquella mañana del 11 de marzo de 2004, diversas bombas reventaron vagones en las estaciones de Atocha, el Pozo del Tío Raimundo y otras zonas obreras de la capital española. Fue una acción coordinada y mortal, dolorosa. Muy dolorosa. Pensé en todos mis amigos en Madrid y le escribí correos electrónicos. Vi fotos. Vi los videos de las cadenas internacionales. Eran espeluznantes. Me impactó una imagen. La de una mujer caída de costado frente a una pared blanca. Estaba vestida con una chamarra de color negra, minifalda de cuero marrón claro y botas altas de invierno. Su pelo planchado le tapaba el rostro y caía sobre su espalda vuelta hacia el espectador que era yo.
No esperé a que nadie de la embajada me escribiera para cancelar la charla. Lo di por hecho. En su lugar, escribí un texto de dolor y rabia, que comenzaba con algo así como “Todos somos hijos de aquella mujer que parece dormida…”.
Mis personas amigas y queridas demoraron varias horas en contestar mis correos electrónicos. Todas estaban bien, igual que sus familias y amistades. Cuando menos, mi círculo íntimo en Madrid no había sufrido daños directos, pero eso no hacía que fueran menores mi horror y mi creciente rabia frente a lo que el gobierno de Aznar se empeñaba en manipular. Eso le costaría las elecciones del domingo siguiente. Veinte años después, los signos de aquella impunidad persisten y no hay nada que indique que esa condición cambiará.
Alguien me indicó una vez que una de mis frases de aquel correo electrónico a la embajada la usaron dentro del monumento a las víctimas erigido en la estación de Atocha. Hoy supe que ese monumento fue destruido para erigir uno nuevo, de dos mil metros cuadrados. Han conservado algunas de las frases de entonces. Ni ayer ni hoy tengo interés en verificar si una de ellas es de mi autoría. Aquel texto me salió espontáneo y quiero que se conserve así, aunque ya pasaran dos décadas de aquella terrible mañana.
Esta mañana fui a dejar a Pippa y Bertie a su colegio. Cuando regresaba a casa, pasé por unos minutos al feo monumento que Barcelona le erigió a las víctimas de Madrid, a escasos metros de la Rambla y de la calle Canuda, la del cementerio de los libros olvidados que creara Ruiz Zafón. Un día más, el olvido forma parte de aquel espacio en la ciudad. Por eso quise escribir hoy este recuerdo. Por la memoria de aquellas víctimas, porque la impunidad sigue vigente y porque el olvido no nos haga perder el punto de origen del yihadismo y sus consecuencias en el mundo contemporáneo. Al fin y al cabo, todos somos herederos de aquella mujer muerta de costado, que se fue de este mundo con la misma inocencia con la que nos podremos marchar cualquiera de nosotros un día.
En el caso de Pippa y mío, la vida ya nos regaló cinco minutos extra desde aquella tarde siniestra de agosto de 2017, cuando la locura sembró de cadáveres una vez más a la Rambla barcelonesa. Después de eso, lo demás es sólo más biografía e historia.