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El Salvador 13.01.2001; 11:33 a.m.

El terremoto del 2001 cambió también para siempre El Salvador. Nos quitó la ilusión de la postguerra, sacó a luz las inmensas desigualdades sociales y comenzó con la polarización que vivimos hasta hoy.

Por Carmen Maron
Educadora

      Este artículo va a salir con retraso, pues no planeaba escribirlo. Pero, quizás, por el mismo tema que de repente tengo historias de hace un cuarto de siglo que contar, hoy, 13 de enero de 2025, mientras me tomaba mi café, me recordé del terremoto del 2001.    Acababa de cumplir 30 años y media humanidad estaba horrorizada porque me estaba dejando el tren. Yo no estaba tan segura, pero me sentía terriblemente presionada por el contexto en el cual vivía y trabajaba. Dejémoslo allí para no ofender ni a vivos ni a muertos.

     Tengo un primo, de cariño, que es una persona fantástica, una de esas personas que se vuelven familia y con quien uno puede dejarse de hablar por meses, pero cuya presencia crea balance en la vida. Él vivía en Alemania en ese entonces y había venido a pasar Navidad a El Salvador. En el 2001, muchos apenas comenzábamos a conocer el país después de la guerra y Ataco y Apaneca eran los "destinos internos". A principios de siglo, con menos vehículos, uno podía aún pasear por sus calles tranquilamente.

        Ese sábado 13 de enero del 2001, mi primo (a quien llamaremos Juan) y yo decidimos ir a Ataco. Quedamos que llegaría a mi casa a las 11 a.m. Yo, como buena mujer, me atrasé y lo recibí con mitad del pelo arreglado y la otra mitad no. Él (santo varón) sólo me dijo que le prestara mi computadora para chequear sus correos. Eran los años cuándo conectarse a internet implicaba como mil pasos y bastantes oraciones.

      Terminé de arreglarme como a las 11:15 a.m. Al apagar la secadora de pelo, escuché que Juan me gritaba que fuera a ponerle la clave a la computadora. Yo le grité que la computadora no tenía clave, pero bajé. Para mi sorpresa, me pedía una clave para apagar, algo que nunca había visto. Confusa, metí mi apellido y la computadora se apagó. Me quedé sentada un momento porque sentí un hormigueo extraño en las plantas de los pies (la gente aún no me lo cree) y subí para encontrar a Juan en gran charla con papá en la terraza. Suspiré. Esos podían hablar dos horas.

      Sonó el teléfono. Era una amiga mía que comenzó a contarme las cuitas con su novio (por cómo la milésima vez). Yo medio escuchaba ambas conversaciones. Mamá estaba en el supermercado, mi hermana en la universidad, y mi otra hermana en el Hospital Bloom. La casa estaba pacíficamente silenciosa. De pronto mi amiga dijo "esta tem...." y comenzó un movimiento tremendo difícil de describir. Primero era de arriba para abajo, luego oscilatorio. Juan y yo salimos corriendo al jardín. Papá se quedó parado en la terraza mientras gritaba "Señor Jesucristo". La nana salió con cara de horror y no sabía si entrar o salir. Recuerdo haber visto al joven (ahora ya no tan joven) que nos estaba pintando subido aún en la escalera, con la brocha en la mano. Mil cosas pasaron por mi mente mientras el terremoto seguía y seguía y seguía: "me voy a morir...porque no sale papá...mi hermana está en el Bloom...que vamos a hacer con mi otra hermana...dónde está mamá...Señor,  sálvanos...porque *** no deja de temblar...es el fin del mundo...perdón, Señor... ¿por qué no se cae la casa...? Porque no se cae de la escalera...qué lindo está el día".

    A todo esto, yo estaba literalmente arrodillada porque era difícil estar de pie. Juan se sostenía con un árbol y gritaba: "¿Por qué no deja de temblar?" y yo le contestaba "Noooo seeeee".  El ruido era ensordecedor. De pronto. Terminó. Todos nos quedamos viéndonos, confundidos. El muchacho finalmente se bajó de la escalera y metió la brocha en la cubeta. Entramos a la casa. Yo esperaba ver todo caído, quebrado y desparramado, pero no. Las vajillas de mamá estaban intactas, los libros en su lugar. Era tan surrealista todo que tuve que presionar un switch para comprobar la falta de electricidad y así darme cuenta que no nos habíamos imaginado todo.

   Juan se aclaró la garganta y me preguntó, "Bueno...no sé...¿vamos siempre a Ataco?"

 "Quizás mejor el otro sábado, no sabemos si pueda volver a temblar"

     Salimos con Juan a la calle, dónde todas las casas estaban en pie, y los vecinos estaban afuera, igualmente confundidos. Llegaron mi hermana y mamá. Sólo nos faltaba mi otra hermana. No la veríamos por tres días...y por mucho tiempo después. Ella estaba en el último piso del hospital Bloom durante el terremoto, tratando de salvar a neonatos, dando oxígeno manual, mientras las enfermeras trataban de detener los tambos de gas para que no cayeran.

  Juan regresó a su casa para encontrar destrozos. Por la radio nos enteramos de las noticias de Las Colinas y los deslaves en la Carretera Panamericana, en el tramo de Los Chorros. El terremoto fue IX en la Escala de Mercalli. Si hubiera ocurrido en tierra firme, probablemente se hubiera tenido que reconstruir toda una ciudad. Cuando a los días Juan y yo nos acercamos a Las Colinas para ayudar, el espectáculo era desgarrador. No les puedo describir con palabras la montaña de tierra. Igual de desgarrador fué escuchar las historias de los miles de personas viviendo en carpas en El Cafetalón.

     Juan tenía que regresar a Alemania una semana después del terremoto, pero se quedó a ayudar. Visitó pueblos totalmente destruidos. Perdió su trabajo por amor a su país. A raíz de eso, al regresar, tomó un rumbo nuevo en su vida. Estoy segura que si hoy es tan exitoso como es, fue porque priorizó la misericordia sobre sus propios intereses.

    Yo regresé a mi trabajo, y a mi "vida", pero mi experiencia en Las Colinas me había cambiado. Quizás fue el primer alfiler que rompió mi burbuja. Vi muchas cosas de mi entorno por lo que eran. Cuando, después del segundo terremoto

(13 de febrero), me recriminaron por dejar ir al personal a sus casas, exploté. Le dije a mi jefa que dejara de ser tan cuadrada y esclavizante, que la gente necesitaba ver a su familia. Habíamos perdido a una colega en Las Colinas: ella, su esposo y su bebé de meses murieron soterrados y nunca fueron encontrados. No podía seguir trabajando en un lugar dónde la necesidad de la gente de estar con los suyos era secundaria a reglas, a pesar que la tragedia nos había golpeado tan cerca. Además, me dí cuenta que, por segunda vez en mi vida, me había salvado milagrosamente de una muerte certera. Si no me hubiera atrasado, si no hubiera aparecido esa extraña clave en la computadora, yo hubiera muerto soterrada en la Carretera a Los Chorros. Me cambié de trabajo, me fui a mochilear a Europa y me enamoré. Veinticinco años después, con sus altos y bajos, doy gracias a Dios mil veces por esa segunda oportunidad en muchos sentidos.

     El terremoto del 2001 cambió también para siempre El Salvador. Nos quitó la ilusión de la postguerra, sacó a luz las inmensas desigualdades sociales y comenzó con la polarización que vivimos hasta hoy. Los fenómenos naturales tienen la capacidad de poner en evidencia muchas situaciones, en lo personal como en lo público, que se han ignorando o no se quieren ver. Yo no creo en cosas como que la naturaleza habla, o que Dios manda esas cosas como castigo: vivimos en un país sísmico, punto. Pero recordar el terremoto del 2001 es importante porque nos mostró cuán vulnerables somos como terruño. Hace 25 años alguien me dijo, "bueno, un terremoto así no se repetirá en 100 años". Ahora ya son 75, lo cual quiere decir que los hijos de las generaciones que toman y tomaran decisiones en este país probablemente lo vivan. Asegúrense que ellos no vivan tragedias. 

Maestra.

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Opinión Terremoto 2001

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