Este 14 de marzo se cumplen tres años desde que nos vimos forzados a encerrarnos durante la pandemia. Nótese lo que acabo de escribir. No estoy diciendo “nos encerraron” ni “nos encerramos”. Nos vimos forzados a…
El propósito de este artículo no es discutir que se hizo o no se hizo bien en la pandemia. Lo aclaro porque si alguien lo busca, no lo va a encontrar y preferiría que pasara a otro artículo y dejara el espacio de los comentarios para aquellos que SÍ quieran aportar positivamente.
Como a todos, la pandemia me tomó desprevenida, a pesar de que mi hermana, médico, me la venía cantando desde hace meses. Emocional y físicamente era un momento difícil. Estaba pasando por una crisis en el trabajo y de la nada tuve tres o cuatro isquemias temporales. El viernes antes que cerraran los restaurantes me tomé un TAC. Nunca lo recogí.
Me mandaron a casa el miércoles 18 de marzo de 2022. Me acordé de las palabras de mi hermana: “Si cierran, no vas a regresar en mucho tiempo”. Así que empaqué cuadros, libros, adornos-todo lo que había coleccionado por años de mi oficina. Mi último recuerdo es salir con esa caja en las manos, mientras veía las decoraciones del Día de Pascua que acabábamos de colgar revolotear con el viento. Regresé a renunciar meses después, pero, para mí, gran parte de mis sueños terminaron mientras caminaba por ese pasillo.
Tengo que admitir que la cuarentena no fue en sí mala. Fui de las de la piscina de plástico. Me dediqué a cuidar a mis padres, a tratar de llevarles parte de su negocio ya que alguien más se había hecho cargo de mis funciones en el trabajo. Como el rubro me permitía movilizarme, no era tema de temor que me pararan. Y, debo decir, por la misericordia de Dios, mis padres no tuvieron —ni han tenido— covid, y cuando yo lo vine a tener —en noviembre pasado— fue tan leve que, cuando crucé la sintomatología con la de otras personas, me percaté. Para entonces ya había pasado ocho días con lo que parecía ser bronquitis.
Mi hermana se quedó varada en Santa Tecla y no quería arriesgarse a terminar en un centro de contención, así que por primera vez en mucho tiempo fuimos papá, mamá y yo. Sin embargo, a pesar de que estaba más que bien, estaba mal emocionalmente. Primero porque habían cerrado las parroquias (en retrospectiva, veo por qué) y segundo…no hallaba lo segundo. Las cadenas nacionales me ponían mal; la presencia de militares, peor; las banderas blancas me volvían loca, y mientras el encierro se prolongaba, me deprimía más. En eso abrieron, y la segunda parte del 2020 fue aventurarme donde fuera, con tal de no estar encerrada otra vez.
Decidí, a finales del 2020, que había dado lo que tenía que dar en la educación y renuncié a mi puesto. Fue algo totalmente voluntario. Pero en enero del 2021, cuando salí a la calle y vi todas las cocheras vacías, lloré de la pura angustia. Debo decir que gran parte del 2021 fue de depresión. Yo fui pro vacuna. Me vacuné aquí e hice uso de mi doble nacionalidad para vacunarme fuera. Para los que dicen “es que para qué se vacunan”, es por los demás. La verdad es que las vacunas exarcerbaron mis síntomas de fibromialgia por más de dos años, pero no me arrepiento.
Pero volviendo, justo estaba comenzando de nuevo en el 2022, cuando la vida se me vino encima de nuevo. Tuve que mudarme y en medio de eso tuvimos una hospitalización en la familia. Para cuando mi vida dejó de ser un caos, estaba deprimida otra vez.
Cuento esto, tan personal, porque me abruma el alto número de suicidios que aqueja nuestro país. Hay estudios realizados por universidades tanto en América como en Europa que asocian el encierro de la cuarentena y el terror a la muerte —terror con el que vivimos casi tres años— con un serio deterioro de la salud mental. Y lo creo. A finales del 2020 hubo hasta escasez de un medicamento para dormir en el país. Y la vida nos sigue dando tumbos: guerras, terremotos, alza en precios de comida y vivienda. Todo eso tampoco contribuye a la paz mental.
En mi caso, en el 2021 comencé a desenredar dos marañas en mi vida, a las que nunca les había prestado atención. De niña, durante el conflicto armado, yo siempre temí por la seguridad de ambos padres, y de quedarme huérfana. Todo el contexto de la pandemia (las cadenas nacionales, los soldados, las banderas blancas, y obvio, el covid) me hicieron revivir esos temores. Tuve que trabajar mucho para sanar mi niña interna. La segunda, enfrenté por primera vez los dolores de la pérdida de mi hijo por un aborto espontáneo y un proceso de adopción fallido. Todo esto había ocurrido diez o quince años antes, pero, sin mi día a día, me tuve que experimentar una multitud de sentimientos que había reprimido.
Ahora, en mi caso, fueron problemitas. Vamos ahora a los serios traumas que pudo haber dejado una muerte de un ser querido por covid, la desaparición de un familiar, la disolución de un matrimonio a media pandemia, la pérdida de un negocio dentro del contexto de la misma. Si en mi mínimo caso, el estrés postraumático me ha causado depresión, imagínense esos casos que son mil veces más complejos.
Uno de los problemas que tenemos en El Salvador es que nos cuesta aceptar el valor de la salud mental. Mientras buscaba fuentes para este artículo, recibí de todo: cuánto debía orar al día, sugerencia para batidos saludables y poses de yoga. Sólo dos personas pudieron hablar abiertamente de lo que sentían y qué estaban haciendo para manejarlo (una estuvo en un centro de contención, otra hospitalizada). Sin embargo, es común oír en platicas frases tales como “tengo crisis de ansiedad”; “ya no quiero salir, he envejecido”, por no mencionar quienes están profundamente deprimidos y lo ocultan tras máscaras como el alcoholismo, la violencia intrafamiliar, entre otras. Me sorprende que, casi tres años después, haya personas que les cueste contar que tuvieron un familiar que murió por covid -19. ¡Si no es pecado! Y, por los protocolos que se exigieron, es necesario encontrar una manera de ayudarles a cerrar el duelo. Pero, ya ven, todo se arregla tomando un batido.
Pocos quizás se percataron que el Gobierno de El Salvador —lo que es, es— pidió voluntarios para un programa de apoyo emocional durante la pandemia. No sé cuántos lo tomaron. Pero es sorprendente que en general —y digo casi a nivel no sólo de país, sino de Latinoamérica— pocas empresas o instituciones se hayan molestado en velar por la salud mental de sus colaboradores o que las aseguradoras no hayan flexibilizado sus políticas para atención psicológica y psiquiátrica. Es de lógica: una empresa o institución con colaboradores en duelo es mil veces menos productiva que una dónde se cuida la salud mental.
Y por último, como sociedad, necesitamos aprender a validar los sentimientos de otros. Tenemos que aprender a escuchar y no sólo salir con las típicas respuestas de: “no seas desagradecido”, “dale gracias a Dios que no estás como…”, “ya aburrís”, “orá más”. Es tiempo de mostrar un poco de empatía y compasión.
En cuánto a mi, estoy sanando, plasmando mis recuerdos de la guerra por escrito, lo cual me ayuda a entender muchas cosas de mi niñez. Decidí, al final, trabajar como profesional independiente, aunque eso implique ganar muchísimo menos, pero tengo tiempo para mis padres. Cuando estoy muy tensa pinto (a brocha gorda. Mi último cuadro son unas papayas que parecen guineos, pero originalmente eran naranjas), y he tomado como frase de vida “Dios existe, pero no eres tú”. Y es demás decir que mis amistades son las que conocen y validan mis sentimientos.
Si usted se siente deprimido o ansioso busque ayuda. Muchas veces hay parroquias que ofrecen grupos de apoyo emocional. Busque un pastor o sacerdote que le ayude a salir adelante. Aproveche cualquier programa que le ayude, sea presencial o online, hay muchos gratuitos. Las pandemias vienen cada cien años, no es como que todo mundo vivió y sobrevivió una. Y si la sobrevivimos, intentemos seguir nuestra vida mentalmente sanos y con el corazón curado.
Educadora.