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El cuerpo contra la mariposa

La lucha de mi cuerpo contra la mariposa, y mi lucha por defenderla, continúa. Muchas veces, cuando me siento harta (porque todo enfermo crónico pasa por períodos de hartazgo y depresión), me recuerdo que, por gracia de Dios, sobreviví una pandemia en la que muchos pensaban que me iba a llevar la Lacalaca, y que no me puedo dar por vencida ahora. Pero no le deseo lo que he vivido ni a mi peor enemigo.

Por Carmen Maron
Educadora

No sé cuándo mi cuerpo comenzó a ver a mi tiroides como mi enemiga. Puede ser que desde niña, cuando me subía al microbús “clareada” porque había tenido insomnio desde las tres de la mañana, o a mis quince cuando el pelo se me caía y las uñas no me crecían porque se me quebraban. Puede ser que fue la vez que a los veinte sufrí vértigo subiendo las escaleras del edificio donde trabajaba. Puede ser que a los treinta, cuando era casi imposible que no quedara embarazada y nada y mi piel siempre estaba reseca por más que usara cremas. Lo que sí recuerdo es ese miércoles-era un miércoles justo antes de Semana Santa del 2016- cuando fui a pasar consulta a la clínica empresarial. Tenía cuarenta y cuatro años y un sarpullido en las manos y los pies.


—Zika —me dijo la médico—. Se va a su casa hoy y descansa toda la Semana Santa.
—Pero no tengo fiebre.
—Mire como tiene la piel, eso le va a picar. Tome esto (medicina) y esto (más medicina) y compre esto. Le digo, le va a picar.
Extrañamente, no me picó. No pasó absolutamente nada en toda la Semana Santa. Me presente a trabajar y todo iba bien hasta que un día, tres meses después, me vi las manos y estaban llenas de sarpullido otra vez.


—Qué extraño —me dijo la médico—. Probablemente le repitió la zika.
—Pero sólo son las manos y los pies hasta los talones.
—Póngase esto… — y me dio otra pomada. A los días estaba bien…hasta que tres meses después lo mismo. Ni me molesté en ir a la clínica, sólo me compré la pomada. Mi trabajo me encantaba. Y total, probablemente no era nada serio…


Hubo tantas banderas rojas en los siguientes meses que, en retrospectiva, no sé cómo no até cabos. Para comenzar un aumento de peso ridículo y sin mayor fundamento. Por mi altura (1.78 mts) y el hecho de que siempre tuve huesos anchos, nunca me vi obesa, pero veo fotos de esos años y me asusto. Estaba enorme. Llegué a pesar 278 libras. Luego estaba el dolor de estómago, la depresión leve, los talones inflamados y EL SUEÑO. Como dije, desde niña había tenido problemas de sueño y estaba en control con una psiquiatra. Por las noches me costaba dormirme sin medicamento, pero por las mañanas me costaba despertarme.


“Tiene que limpiar su sueño…”. Así que probé de todo, no ver televisión, no leer, oír sonidos del mar, tomarme mis medicinas dos horas antes. Nada. Y luego, poco a poco, el sueño se fue extendiendo al fin de semana. Yo, que siempre había sido amiguera, que me encantaba tener reuniones en mi casa y ver los atardeceres en el mar, pasaba dormida todo el sábado y casi todo el domingo, envuelta en una manta porque siempre tenía frío. Me despertaba para comer, o para ir a misa y de allí sueño.


De pronto, empecé a tener dolores extraños. Primero fue en una mano pero asumí (asumía tanto en ese tiempo) que era por mi posición en la computadora. Luego fueron las rodillas, los pies, las piernas. Un día me desperté con el cuello totalmente trabado al punto que pasé una semana con Tramadol. Y luego otro día, camino al trabajo, de repente me sentí en una pecera. Todo daba vueltas y yo a media Jerusalén,tratando de manejar. Llegué al trabajo, sólo para que me inyectaran Dramavol y me regresaran.


Mis papás tenían una ética de trabajo altísima. Uno no faltaba al trabajo a menos que estuviera grave. Y yo tengo un umbral del dolor muy alto. La combinación de ambas cosas me hizo minimizar situaciones y actuar de una manera francamente absurda. Para mediados del 2017, mi rutina era llegar a la oficina, leer correos, pasar consulta, regresar a mi oficina y trabajar hasta las seis de la tarde o más. Cuando digo pasar consulta, digo ir a que me inyectaran porque tenía una jaqueca horrible, o estaba mareada y seguir contestando correos y mensajes en mi teléfono en lo que esperaba que la medicina hiciera efecto. Las cosas escalaron al punto que era cliente frecuente en Emergencias. Dos veces llegué completamente descompensada. Una de tantas le marqué a mi entonces párroco —si el santo héroe del HES, porque tenía una actividad en la parroquia—. Cómo he de haber sonado que cuándo le dije que iba al hospital que me preguntó si ÉL me llevaba. Sí, señores, yo me manejaba sola al hospital, así de loco todo, hasta que una vez, tuvo que llevarme mi amiga Mercedes. Otra vez fue Lucía. Otra Patty. Si no fuera por ellas, no sé qué hubiera pasado, porque ya no lograba llegar.


Aunque para entonces, mi vida social era nula, un sábado en octubre del 2017, me desperté lo suficiente como para darme cuenta de que tenía las uñas horribles. Me levanté y me fui a un salón cercano donde me dormí y sólo medio recobré la conciencia para decir que sí, que me exfoliaran. Tres días después tenía el peor sarpullido de mi vida. La crema no funcionó y, al final, DOS SEMANAS después, estaba tan feo que temí que se me infectara.
La doctora se asustó ese viernes que se lo enseñé. “Esto no es rash de alergia”. Me dio una crema y me ordenó ponérmela y llegar el lunes a las ocho. Llegué con el rash igual. A las cuatro de la tarde de ese mismo lunes, estaba dónde la endocrinóloga.


Cuando cuento esta historia, quiero llorar. Llegué justo a tiempo. Mis niveles tiroideos estaban terriblemente bajos. No sé qué hubiera pasado sin esa exfoliada. O mejor dicho, no quiero saber.


Una vez me diagnosticaron, todo mundo me dijo que era cuestión de meses, que mucha gente era hipotiroidea, que ya iba a estar bien.Pero, no ha sido así de fácil. No soy sólo hipotiroidea, soy intolerante a la insulina, tengo síndrome metabólico, tengo crisis de fibromialgia. Y ahora han descubierto que dos nodulitos viven felizmente en mi tiroides.
Durante los últimos cinco años he aprendido (porque se aprende) a manejar mi condición. Las migrañas son casi inexistentes, ya perdí mi tarjeta VIP para emergencias. Pero el cansancio, ese cansancio que produce mi cuerpo al luchar contra la tiroides, es mi eterno y desagradable compañero. Me roba amaneceres y atardeceres, trabajos que amo, conciertos, exposiciones y viajes. Me impide manejar en carretera y correr. Sobre todo, me robó la alegría de ser madre. Ha habido una mejoría. Si clasifico mis días del 1 al 5, en su mayoría ya andan por un 3.5 sólido. Tomo menos medicinas que al principio. Últimamente, he retomado el placer de leer. Pero sé que nunca volveré a ser aquella mujer que podía manejar mil cosas a la vez…simplemente el daño fue demasiado grande.


La lucha de mi cuerpo contra la mariposa, y mi lucha por defenderla, continúa. Muchas veces, cuando me siento harta (porque todo enfermo crónico pasa por períodos de hartazgo y depresión), me recuerdo que, por gracia de Dios, sobreviví una pandemia en la que muchos pensaban que me iba a llevar la Lacalaca, y que no me puedo dar por vencida ahora. Pero no le deseo lo que he vivido ni a mi peor enemigo.


Enero es el Mes de Prevención de Enfermedades de la Tiroides. Si algo de mi historia le suena familiar, visite al endocrinólogo. El 2% de las mujeres sufrimos de hipotiroidismo, pero muchas no nos percatamos hasta que es muy tarde. El hipotiroidismo es hereditario, así que si usted lo tiene, entre más pronto comiencen sus hijos el control, mejor. “Pero es caro, Carmen”. Lo sé. Sin embargo, una intervención temprana puede tratarse con una medicina que cuesta $10.00 y que garantiza calidad de vida.


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