Paradójicamente, en esta época de sobre saturación en los medios, nos hace falta información seria y mesurada sobre los problemas del país. La opinión pública parece estar dividida entre la mayoría que apoya al gobierno y que dice que el país está bien, aunque no pueda demostrarlo, o al menos razonarlo, ya no se diga explicarlo. Simplemente lo asumen. Como diría Óscar Picardo, es una cuestión de fe. Por otra parte, hay una minoría que lo ve muy mal, que pareciera tener datos y argumentos, pero que falla a la hora de comunicar. Como historiador tiendo a desconfiar de los extremos. Aunque no simpatice con el gobierno debo reconocer algunos aciertos, pero en general el balance es negativo: seguimos viendo prácticas políticas de viejo cuño: componendas, nepotismo, corrupción, tendencias autoritarias que no auguran nada nuevo y sobre todo extrema intolerancia a la crítica y rechazo al diálogo con quienes piensen diferente.
Nos hacen falta indicadores creíbles y opiniones calificadas; contraponer perspectivas y buscar puntos de encuentro. Recuerdo aquellos años en que uno podía contrastar los análisis de FUSADES con los FUNDE, visiones a menudo contrapuestas, pero que generaban reacciones y obligaban a pensar. Programas de entrevistas en donde se cuestionaba a los funcionarios y analistas. Con raras excepciones, pareciera que hoy prevalecen agendas preestablecidas y que hay un tácito pacto de no agresión. El caso extremo es el canal oficial de propaganda gubernamental, en donde solo hay dos posibilidades: alabar al presidente y descalificar de tajo a cualquiera que lo critique. A ese plató se puede ir con el cerebro desconectado.
Hace ratos que ANEP dejó de pronunciarse sobre temas de país, pareciera que sus intereses se centran en los negocios y en cuidarse de no incomodar al gobierno. La Cámara de la construcción tomó partido hace rato. Los periódicos impresos pasan por un mal momento, pero han asumido el reto, hacen la lucha y sobreviven. De las universidades, prácticamente solo la UCA tiene alguna vocería e incidencia. Se echa de menos la claridad y decisión del exrector Andreu, pero tiene otras voces con reconocida trayectoria y capacidad. Es de esperar que en algún momento el nuevo rector asuma también esa responsabilidad.
En el caso de la Universidad de El Salvador, lastimosamente desde hace rato dejó de ser referente de opinión. Sus autoridades limitan su papel a la administración. Sin desvalorar ese esfuerzo, he de señalar que han renunciado a la POLÍTICA universitaria, así con mayúsculas. La rectoría de una universidad pública es un cargo político, al interior de la institución y hacia afuera. Conlleva la autoridad y la responsabilidad de un funcionario que representa la filosofía, la ciencia y el raciocinio encarnados en una institución académica, con los que puede y debe estar en capacidad de dar opiniones calificadas sobre los problemas de país. Así lo entendieron Fabio Castillo, María Isabel Rodríguez. Así lo asumió desde la UCA, Ignacio Ellacuría.
En la misma lógica, se echa de menos la opinión y orientación del liderazgo religioso, independientemente de la denominación. No soy creyente, no creo en una vida en el más allá, pero reconozco que una religión puede ayudar a llevar mejor esta. Para mucha gente, la voz del sacerdote, la voz del pastor es importante. No se necesita ser creyente para reconocer la autoridad moral de Monseñor Romero, autoridad que nacía de su inclaudicable compromiso con la justicia y los derechos humanos. Por más que el discurso del gobierno y sus apologistas renieguen de ellos, esos principios siguen siendo vigentes y nos interpelan desde el presente, independientemente de que, por temor, acodamiento o desinterés, para algunos hayan dejado de ser importantes.
El presente tiende a obnubilarnos, especialmente un presente digitalizado como el que vivimos hoy. Uno de estos días, por sugerencia de un amigo, vi un spot en el canal del gobierno (dura casi 4 minutos). Debo reconocer que me deslumbró, ¡qué país tan bonito! Autopistas, paisajes, mucho verdor y muy poca gente. Algo de eso es cierto, buena parte ha sido retocado a conveniencia y hay mucho de mentira. Pero la gente termina creyéndolo. Todos los gobiernos hacen esto, cierto. Pero este lo lleva al extremo. Lo realmente importante de las obras de un gobierno, solo se ve tiempo después y es lo que realmente perdura. Hoy día se publicita las cosas menos trascendentes, esas que “satisfacen” los egos abollados de los salvadoreños. Las luces de colores que hacen mejor fondo para una selfi efímera, que “prueba” que estuvimos ahí y que “disfrutamos” el momento.
Pareciera que se ha invertido el orden de prioridades. Hacia 1948, se inició en el país una apuesta por el desarrollo liderada por militares reformistas, profesionales y empresarios que tenía tres pilares: industrialización, diversificación de la agricultura de exportación e integración económica regional. En función de ello, se crearon instituciones que impulsaran la agenda. Los resultados se vieron rápidamente, la economía creció a niveles que no han sido igualados después. Pero había un orden de prioridades. ¿Cuál es la apuesta de desarrollo del actual gobierno? No existe, como no existe un plan de gobierno. Y no es por falta de recursos económicos. Basta con revisar que, según el ICEFI, la carga tributaria (como porcentaje del PIB) pasó de 17.2% en 2012, a 20.8% en 2022. El BCR da cifras más altas, para 2022 sería el 24.7%. Si esos recursos de agregan los de la creciente deuda pública, resulta que sí hay recursos disponibles.
El problema es qué se invierten. Buena parte de ellos va a proyectos cuyo objetivo no es desarrollar al país o mejorar las condiciones de vida de la población, sino apuntalar la imagen del gobierno, mejor dicho, del presidente. Apuestan a hacer ver resultados inmediatos y políticamente redituables, el mejor ejemplo de ello es la intervención del centro histórico de San Salvador, dechado de improvisación, derroche de recursos y desprecio al patrimonio cultural y sobre todo a las personas que obligadas por la pobreza sobrevivían trabajando en esos espacios. No digo que no debiera hacerse, pero solo después de haber resuelto medianamente problemas más importantes, por ejemplo, el continuo declive de la agricultura. O al menos, trabajar paralelamente otras agendas.
En las décadas de 1950 y 60, el país invirtió fuertemente en obras de infraestructura, pero también se hizo en salud y educación. Incluso se asumieron temas como vivienda y esparcimiento. Me gusta ver los edificios multifamiliares del IVU, estéticamente no son nada admirable, pero han sobrevivido a terremotos y guerras. En esos años se apostó por darle a los trabajadores espacios dignos de esparcimientos, como una manera de alejarlos de vicios y de ofrecerles la posibilidad de convivir en familia. Así nacieron lo que después conocimos como “turicentros”. Se hizo mucho con menos recursos, y sin endeudar al país. William Pleités, en su libro “La economía salvadoreña”, demuestra consistentemente que la inversión más fuerte en desarrollo humano se tuvo en 1973; ese año también se tuvo el menor gasto en defensa y seguridad.
Pensar estos temas exige distanciarnos del presente para tener una visión crítica fundamentada en un conocimiento del pasado, a partir de explicarnos cómo hemos llegado a donde estamos. No es fácil, no es atractivo, pero es necesario. Quienes trabajan desde la economía y la política se proyectan al futuro desde el presente, pero si no tienen una base histórica, se arriesgan a hacer apuestas frágiles y poco viables. En ocasiones pueden terminar inventando el agua tibia. Por el contrario, quienes trabajamos desde la historia, tendemos a ser escépticos del presente, pues casi siempre encontramos antecedentes a lo que hoy se intenta. Además, somos poco propositivos. Quizá la solución sea tratar de combinar perspectivas y competencias. Independientemente de la formación, ser ciudadanos nos impone la obligación de pensar qué país tenemos y cómo quisiéramos que fuera en el futuro.