El ser humano es un mamífero más, la diferencia es que nuestra masa cerebral nos permite hacernos preguntas que nos permiten escapar del “eterno presente” en que viven el resto de los animales. Esas preguntas no son casuales, son profundas: ¿de dónde venimos? ¿A dónde vamos? Nos la estamos haciendo desde que fuimos ese escuálido homínido que recién bajaba de los árboles.
Nacimos débiles. Los últimos alumnos en la fila de los privilegiados por la evolución. Nuestras garras y dientes son chiquitos chiquitos, dan risa si se comparan con los de un tigre; nuestros músculos débiles; la velocidad de nuestras piernas es más apropiada para atrapar a una tortuga o un caracol, que a un avestruz en plena carrera. Pero, aun así, algo pasó…
Ante tanta dificultad (¡y es que la necesidad es madre de todos los inventos!) nuestra masa craneal empezó a evolucionar para que, a través de la inteligencia, nuestras limitadas facultades físicas pudiesen competir con las superiores características de los animales que nos rodeaban.
Ese desarrollo constante de nuestro cerebro finalmente nos llevó a domesticar el espacio que nos rodea. Hace más o menos quince mil años ocurrió la revolución agrícola. Digo “revolución” no porque se quisiera derrocar a un abusador hecho gobernante -no había en esa época-, se le llama así porque se derrotó algo aún más terrible que un mal gobierno: el hambre. Ya dominando el medio ambiente, el hombre pudo tener algo que nunca en la historia había existido: excedentes en la producción de alimentos.
Esos excedentes permitieron que surgieran situaciones que para los cazadores-recolectores eran impensables: permitió se liberara la mano de obra que se empleaba de forma directa para la producción de alimentos para emplearla en algo diferente; surgen así los artesanos, las profesiones liberales, los artistas y los hombres de armas. Pero la cosa no queda ahí…
Debido a que las sociedades se complejizan, es necesario que alguien las administre, vele por los derechos y asigne los recursos, de ahí nace una nueva clase que no produce nada, pero se lucra de todo y de todos, es como un ente parasitario que vive y medra de la colectividad: la función pública. Salvo rarísimas excepciones ellos no producen, no contribuyen, no inventan, pero… “quien parte y reparte, se queda con la mejor parte”.
Nacen entonces los líderes, capos, hombres fuertes, faraones, reyes, cónsules, emperadores; para luego, ya con un barniz de modernidad, darle paso a un término relativamente nuevo y menos sofisticado: funcionarios, ministros, presidentes.
Ellos tienen a toda la majada echando riata de sol a sol para rendir tributo o pagar impuestos, solo para permitir que su graciosa majestad se levante a las cuatro de la tarde a tomar el té (o algo más espirituoso), mientras revisa cómodamente desde su poltrona preferida, como van las finanzas públicas.
Pero toda esa estructura se cayera como un castillo de naipes si no lo apuntálese un elemento fundamental: la obediencia incondicional del pueblo. Esa obediencia es una mesa que descansa sobre tres patas en precario equilibrio: una, es tener un pueblo obediente, que se mantiene en esa situación a medida les regalen cosas a los pobres y se les mantenga entretenidos (“pan y circo” ¿les suena?); la otra es el miedo.
Se recurre a él cuando el regalo y el circo no son suficientes, se deja que los militares los aporreen un rato y los jueces los metan al bote hasta que “entren en razón” y sigan obedeciendo. La tercera pata de la mesa es, precisamente, el aceite que hace funcionar toda la maquinaria del poder: la religión.
El Homo Sapiens siempre ha sentido angustia ante las preguntas que hice al inicio de esta columna y por ello desarrolla ideas religiosas, las cuales, al evolucionar, se van haciendo ritualmente más complejas, compenetrando la sociedad y requiriendo una estructura jerárquica con parte de la cual estamos familiarizados: pastores, sacerdotes, obispos, cardenales, papa.
Conociendo que un pueblo como el nuestro, sin mayores avances culturales, hace descansar sus anhelos más sentidos en el sentimiento religioso, los gobernantes la tratan como mera herramienta para dominar y mantener dócil al pueblo que administran. Ese trato puede ser por las malas (Unión Soviética, China, Ortega en Nicaragua, el magnicidio de Monseñor Romero) o por las buenas, que ocurre cuando los líderes religiosos se entienden de maravilla con el gobierno de turno.
No es extraño entonces que en Rusia la Iglesia Ortodoxa haya expresado que los soldados que mueren en la guerra con Ucrania se van derechitos al cielo, mientras que, en El Salvador, un alto jerarca de la religión mayoritaria diga que como la reelección presidencial la quiere el pueblo y el pueblo es la Voz de Dios, entonces…
¿Es entonces la religión el opio del pueblo? ¿Será que Marx tenía razón?
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica