Ha partido al Cielo de la mano de la Virgen, el pasado sábado, el Dr. Carlos Mayora, ginecólogo humanista, gran lector, dedicado a la bioética y a otras varias aficiones académicas, pero sobre todo maestro y amigo. Mentor en todo sentido de la palabra.
Tuve la gran dicha de poder caminar en su cálida luz, por diversas razones. Nos unía antes que nada, el cariño enorme que tuvo a mi abuelo, radiólogo y maestro a quien admiró y quiso. Con lo que yo, quisiera pensar, me gane, en su oficio, un lugar especial sin mérito alguno.
Estoy segurísima sí, que no me equivoco al afirmar con certeza, que cada una de las personas que hemos tenido algún tipo de trato con él, en su ardua labor de defensa de la vida, o en su función profesional en el hospital, como maestro, o amigo, o padre o abuelo de amigos; nos hemos sentido especiales ante el. Pues tenía una gran capacidad de estar en lo que hacía, de manera intensa.
Varias veces lo vi escuchar a alguno de mis hijos, con un cambio hasta de postura, agachándose para oír con atención al interlocutor, por muy miniatura que este fuera. Como si de algún presidente de una asociación importante se tratara. Tomarse el tiempo después para parafrasear lo que habían intercambiado y con su enorme sentido del humor hacer un comentario cargado de cariño.
A mí me preguntaba siempre qué estaba leyendo, y yo feliz me detenía a escuchar sus sugerencias de lector siempre actual. Tenía con frecuencia alguna recomendación y se tomaba el tiempo que fuera necesario para contestar mis preguntas con paciencia. Relataba con detalles anécdotas personales de su gran amigo, el pediatra guatemalteco, Dr. Ernesto Cofiño, o diferentes maneras de preparar una clase, o formas de leer mejor a Santo Tomás de Aquino. No se ahorraba ningún esfuerzo para enseñar.
Las referencias de sus pacientes estaban siempre impregnadas de un profundo respeto. Nunca llego alguien que el enviara, sin que se hubiera tomado antes, el tiempo para llamar y describir con detalle, de que trataba el caso en cuestión. Me cuesta poner en palabras eso que el hacia muy bien y quizás sin notar, y es que otorgaba una especial seguridad a los que éramos pequeños, ante semejante gigante de la medicina. Nunca, nunca, dio algo menos que un empuje enorme cargado de confianza; que quizás por el sentido del humor imperante de su personalidad y por la naturalidad con la que se conducía, lograba un efecto de cierre de brechas, que claro está, eran enormes.
Y es que su trato no era la implementación de una serie de técnicas eficaces que resolvieran problemas; sino el acercamiento de una mano fuerte y recia. Sí, conocedora y experta por su puesto, pero sobretodo comprometida y preocupada, con una enorme serenidad, por la persona del otro. No por uno u otro aspecto, sino por el todo; por lo interior, por lo profundo. Por el ser del otro. Cuánto humanismo, cuánto cariño sincero.
Una vida pues, impregnada de trascendencia, que se desbordaba en un trabajo realizado con la mirada puesta en el sol. Lo escuché una vez en un quirófano decir a la residente que le asistía, las famosas palabras de Antonio Machado “despacio y con buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas".
Los que hemos tenido la dicha de ser médicos de su tiempo, especialmente quizás los que hemos podido aprender tanto de el, hemos podido gozar de la seguridad que otorgaron su apoyo, su empuje y su ejemplo. No hay palabras para describir a un hombre a la vez tan paciente y tan audaz, tan alegre y al mismo tiempo tan formal, tan profesional y con tanta calidez humana. Gracias a Dios deja un legado en tantos de su familia inmediata y poco a poco iremos escuchando más, porque de una trayectoria como la suya, es imposible cansarse al oír, como era verdaderamente, no solo un médico excepcional, sino, sobre todo, una persona especial.