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El Papa argentino

El mundo entero contempló conmovido como con mano frágil impartió la bendición Urbi et Orbi el Domingo de Resurrección y luego agradeció al prelado que al oído le sugirió recorrer en el papamóvil, la plaza de San Pedro, lo que no había podido realizar en mucho tiempo. 

Por Teresa Guevara de López
Maestra

En 2013, una multitud celebraba en la Plaza de San Pedro la fumata bianca, anunciando la elección del nuevo papa, pero debieron esperar algunos minutos  para conocer al sucesor de Pedro, porque  este se encontraba en oración.  Jorge Mario Bergoglio, el cardenal arzobispo de Buenos Aires, tomaba el nombre de Francisco, en honor al santo de Asís, y cuando con amplia sonrisa anunció que sus hermanos cardenales habían escogido a alguien desde el otro extremo del mundo, pidió a todos los fieles, que rezáramos por él.

El primer latinoamericano en el trono pontificio era una sorpresa que generó grandes dudas y expectativas.  Pronto se supo que como cardenal de Buenos Aires vivía en un sencillo apartamento,  se conducía en metro y que su preocupación por los pobres y marginados evidenciaba su vivencia del mandato evangélico.  Al llegar a Roma para el cónclave, pagó su alojamiento, llevó él mismo su maleta hasta su habitación, y decidió seguir viviendo en Santa Marta y tener un sencillo vehículo para su uso personal.

Su sencillez y simpatía conquistaron al mundo, en los innumerables viajes que realizó en sus 12 años de pontificado, acercándose con especial cariño a las multitudes, y preocupándose por las condiciones de pueblos donde sufrían discriminación las minorías católicas.  Demostró su interés por el medio ambiente, en su encíclica “Laudato Si”,  calificando la tierra como la casa común que debíamos cuidar.  Dos de sus encíclicas fueron dedicadas a la familia, donde con ternura y fortaleza, insistía en la necesidad de amar y de comprender la infinita misericordia de Dios, que acogía por igual a todos sus hijos, aun aquellos excluidos por la sociedad.

Al inicio de la pandemia del covid, vimos su figura blanca, en una desierta Plaza de San Pedro  y bajo la lluvia, subir  lentamente los escalones hasta la entrada de la Basílica, para llegar hasta la imagen del Crucificado milagroso y la imagen de la Santísima Virgen, para pedir su protección para este mundo atribulado.  Todas las semanas llevaba un ramo de flores a la Virgen, en la Basílica de Santa María la Mayor y en su testamento pidió ser enterrado allí.

Visitaba  todos los viernes, lugares de acogida de personas necesitadas:  asilos de ancianos, hogares de prostitutas, hospitales para enfermos terminales, lugares de rehabilitación de drogadictos y alcohólicos, para recordarles que la misericordia de Dios velaba por todos ellos.  Cuentan que el viernes antes de su hospitalización, reunió a 7 familias de sacerdotes que habían abandonado su ministerio, para compartir con ellos palabras de consuelo.

Monseñor Mariano Fazio, sacerdote argentino que le conoció en Buenos Aires, lo describe como “maestro de amistad, ejemplo de agradecimiento y buen humor, con el deje irónico propio de su ciudad natal,   su  cercanía y confianza en la oración, que acompañaba  sus cartas, con estampas de la Virgen Desatanudos, de San José y Santa Teresita de Lisieux”. Tenía una piedad de niño y doctrina de brillante teólogo, como lo evidencian sus encíclicas  y su tierno amor a San José, cuya imagen  dormido llevó desde Buenos Aires y contó que todas las noches le dejaba papeles con las necesidades más acuciantes de su difícil ministerio.

El mundo entero contempló conmovido como con mano frágil impartió la bendición Urbi et Orbi el Domingo de Resurrección y luego agradeció al prelado que al oído le sugirió recorrer en el papamóvil, la plaza de San Pedro, lo que no había podido realizar en mucho tiempo.  Y el lunes, entre los Aleluyas de la Pascua, el Resucitado invitó a este siervo bueno y fiel, el Papa de la Misericordia, a participar del gozo celestial.

Maestra.

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