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Francisco, su ausencia y su urgencia

Su partida ocurre precisamente cuando más falta hace una voz global capaz de cuestionar con autoridad moral el avance del autoritarismo y el odio, fenómenos que se consolidan en lo que algunos denominamos la "Internacional del Odio". Líderes como Trump, Musk y compañía han fortalecido un discurso basado en la exclusión, el miedo y la construcción de enemigos internos y externos. Frente a eso, Francisco fue un contrapunto necesario, una figura cuya autoridad espiritual podía llamar la atención mundial sobre estas realidades y, sobre todo, podía movilizar conciencias más allá de los muros del Vaticano.

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Por Ramiro Navas
Publicado el 22 de abril de 2025


Aunque ya veníamos de varias semanas prestando atención a sus complicaciones de salud, la noticia del fallecimiento del Papa Francisco nos deja a muchos con una profunda sensación de tristeza y hasta de orfandad. El primer pontífice latinoamericano ha dejado un silencio peculiar, un vacío que incluso quienes no fuimos educados directamente en la fe católica podemos percibir. Jorge Mario Bergoglio no fue un Papa más: fue un líder global cuya voz trascendió las barreras religiosas para interpelar directamente a la humanidad. Su ausencia, hoy más que nunca, revela la urgencia de su mensaje en un mundo marcado por la polarización, la desigualdad y la expansión del odio como herramienta política.

Para muchos cristianos, católicos o no, Francisco representó un acercamiento hacia valores universales profundamente arraigados en la figura histórica de Jesús: la compasión, la justicia social, el compromiso con las personas marginadas. Más allá de cualquier diferencia doctrinal, su postura clara ante temas cruciales como la migración, la pobreza estructural, el cambio climático y la necesidad urgente de cuidar lo que él llamó nuestra "casa común", nos hizo sentirlo cercano, relevante y necesario.

Desde el inicio de su papado en 2013, Francisco decidió ser incómodo. Rompió con el ceremonial excesivo, prefirió vivir con sencillez y convirtió gestos en símbolos poderosos. Pero su aporte no fue únicamente simbólico. Documentos como la encíclica "Laudato Si" plantearon con firmeza la necesidad de abordar las crisis ambientales desde una perspectiva moral, cuestionando la explotación desmedida de los recursos naturales y la indiferencia hacia el planeta. Cuando canonizó a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, mártir salvadoreño e ícono universal en la defensa de los derechos humanos, nos recordó que la justicia social es también un acto profundamente espiritual.

Francisco incomodó precisamente porque habló desde lo esencial. Sus críticas a la injusticia estructural no surgieron desde una teoría abstracta, sino desde el dolor de millones de personas que ven cómo se les arrebata el derecho a una vida digna. Denunció las políticas migratorias excluyentes, la xenofobia institucionalizada y los discursos de odio que se multiplican en las sociedades contemporáneas. Esto lo enfrentó a poderosos intereses y generó reacciones hostiles en sectores ultraconservadores que lo acusaron de politizar el evangelio. Sin embargo, para quienes compartimos una visión humanista del cristianismo, Francisco simplemente estaba siendo fiel a su fe: poner la dignidad humana por encima de cualquier otro interés.

Su partida ocurre precisamente cuando más falta hace una voz global capaz de cuestionar con autoridad moral el avance del autoritarismo y el odio, fenómenos que se consolidan en lo que algunos denominamos la "Internacional del Odio". Líderes como Trump, Musk y compañía han fortalecido un discurso basado en la exclusión, el miedo y la construcción de enemigos internos y externos. Frente a eso, Francisco fue un contrapunto necesario, una figura cuya autoridad espiritual podía llamar la atención mundial sobre estas realidades y, sobre todo, podía movilizar conciencias más allá de los muros del Vaticano.

Ahora, en su ausencia, queda la interrogante es inevitable: ¿quién será capaz de retomar ese liderazgo ético y moral con la misma resonancia? La urgencia radica precisamente en eso, en la necesidad de voces que desde cualquier trinchera (no necesariamente religiosa) puedan mantener vivas esas banderas. Francisco nos deja un legado invaluable, pero también un desafío: ser capaces de continuar esa conversación incómoda pero necesaria sobre justicia social, derechos humanos, migración y protección del medio ambiente.

Somos muchos quienes, independientemente de nuestras afinidades o idearios, reconocemos en Francisco un ejemplo de coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, entre lo que se predica y lo que se practica. Su ausencia física debería ser un llamado a la acción, una invitación a reflexionar sobre cómo cada uno de nosotros, desde nuestra realidad particular, puede ser parte de ese legado de resistencia y solidaridad.

Francisco no fue solo el líder de una iglesia, sino la voz de un humanismo cristiano que hoy es imprescindible frente a la deshumanización cotidiana, el cinismo político y la indiferencia social. Su urgencia persiste en la exigencia ética que deja a todos aquellos que, sin importar nuestra denominación religiosa, creemos que el amor, la justicia y la dignidad humana deben ser el corazón de toda acción pública y privada.

Hoy, más que nunca, es fundamental tener presente que los homenajes más significativos no están nada más en exaltar las figuras, sino en mantener vivos los legados. En asumir conductas. Francisco procuró desde el principio hasta el final mantener las puertas abiertas hacia quienes siempre las tuvieron cerradas, en construir un ministerio descalzo y desde abajo. El mejor homenaje será garantizar que su ausencia, justo en estos momentos tan críticos, sirva también como el recordatorio constante de esa urgencia con la que debemos cuidar nuestra “casa común”. La casa de toda la humanidad.

Analista político.

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