Hanah Arendt, la teórica política judío-alemana, acuñó en el siglo XX el concepto de “banalidad del mal” para referirse al proceso cultural donde males inimaginables terminan trivializándose por la incapacidad de los burócratas o ciudadanos comunes de ponderar el peso ético de sus acciones. Ella describe este fenómeno en su libro Eichman en Jerusalem, donde comenta y relata el juicio que se realizó en Israel posterior a la Segunda Guerra Mundial a Adolf Eichman, oficial nazi encargado de la logística de exterminio judío. En dicho juicio, de manera antagónica al clamor popular del pueblo semita, Arendt no vio en este alto oficial nazi, una persona llena de odio genuino o maldad irracional, sino simplemente a un hombre mediocre con aspiraciones comunes y corrientes que, por su incapacidad de pensar y hacerse cargo de sus propias acciones, terminó haciendo un mal inconmensurable.
Eichman alegó, durante todo el juicio, no tener responsabilidad directa en sus propios actos, mostrando que él no era el encargado de juzgar las directrices que se le daban, y que él personalmente nunca cometería algo tan atroz como un asesinato. De hecho, Arendt relata que las evaluaciones mostraron a Eichman como una persona normal y que incluso tenía muchas actitudes que podrían considerarse como virtuosas. Durante los juicios de Nuremberg se pudo percibir algo muy parecido: muchos oficiales nazis alegando seguir órdenes o cumplir la ley para exonerar el peso moral de sus propias acciones. Puede que ellos no hayan tenido odio hacia el pueblo judío, pero aparentemente tampoco tenían la conciencia moral para tomar responsabilidad por lo que hacían. Se podría decir que muchos de ellos eran simplemente personas ambiciosas y mediocres, más que malvadas.
Este episodio no es un fenómeno aislado en la historia. Continuamente los humanos hemos encontrado en nuestra propia frivolidad la justificación moral para ser partícipes del mal. Nosotros, en el presente, no deberíamos evitar vernos en el espejo de estos personajes porque, aunque tal vez no lo pensemos, podemos ser parte de muchos males injustificados. Pese a que a no lleguemos necesariamente al extremo de cometer crímenes tan horrendos como el genocidio, hemos de analizar si nuestra conducta no ha llevado a banalizar el mal, al punto que, sin darnos cuenta, por seguir órdenes, por seguir la corriente o por nuestras propias ambiciones materiales, terminemos siendo como el mencionado Adolf Eichman. Por ejemplo, pareciera que, en nuestra sociedad, ya hemos trivializado tanto muchos males, que somos participes y promotores de la corrupción, de abusos políticos y del irrespeto a los derechos. No es raro encontrar a la gente apoyando el autoritarismo, justificando la arbitrariedad del Estado ante gente inocente o, peor aún, solicitando la venganza y la muerte como una forma lícita de impartir justicia. Puede que algunos no se atreverían ellos mismos por cuenta propia a cometer estos males, pero claramente los justificamos y participamos de ellos. Nuestro deber es empezar a reflexionar sobre las cosas que hacemos o dejamos de hacer, no vaya a ser que cuando se abra de nuevo el telón de la realidad, nos veamos parados del lado incorrecto, donde estaba Adolf Eichman. Es hora de empezar a tener mayor rigor moral y cuestionar si algunas de nuestras convicciones no son realmente males perversos, disfrazados de virtudes cívicas o tibieza moral.
Lic. en Economía y Negocios, Master en Psicología y Comportamiento del Consumidor