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Una Nochebuena con un príncipe

Uno está acostumbrado a que historias así terminen como las películas de Navidad, con un final feliz que cambia todo de inmediato. Sin embargo, eso no ocurre en la vida real. Durante los meses siguientes, la salud de Sara se agravó. La primavera dio paso al verano, y el verano al otoño. Acostada en su cama o en su sofá, incapaz de levantarse por mucho tiempo, Sara recordaba vez tras vez la cena, y la amabilidad y simplicidad que habían tocado tanto su corazón. Y así fue como empezó tímidamente a escribirle a su familia, y a consolar a quien pudiera, y a dar a causas a las que nunca hubiera pensado dar.

Por Carmen Maron
Educadora

Todos los años, en diciembre, hago una serie de cuentos de Navidad. Con esto, no pretendo ignorar la realidad del país. Pero, como me enseñaron mis padres durante la guerra, las historias de Navidad no sólo nos traen alegría en medio de la tristeza, sino que nos inspiran a ser mejores personas.

En cierta ciudad  del mundo mundial, vivía una mujer ya mayor, sola y enferma, llamada Sara. Al igual que la Sara bíblica, no había podido tener hijos, y su familia se encontraba lejos,  por diversos motivos. La situación de Sara era acomodada, pero el dinero no compra ni felicidad, ni compañía. Y resulta que Sara descubrió,  unos días antes de Nochebuena, que la iba a pasar sola, íngrimamente sola.  Lloró de tristeza y amargura, recordando Navidades pasadas, cuando toda la familia se reunía, y reían hasta altas horas de la noche.

     Sara encontraba consuelo en asistir a misa a una iglesia cercana. Por su enfermedad, no podía asistir a diario, pero asistía cuando podía. Contiguo a la parroquia vivían unas hermanas que trabajaban con el obispo, que era quien estaba encargado del templo. Las hermanas, con esa maternidad que nace del Espíritu, vieron más allá de la mujer de negro que se sentaba en la última banca y comenzaron a hablarle e incluirla en las pocas cosas en las que Sara podía participar. El obispo, por su parte, al enterarse de su condición, no tuvo ningún reparo en dejar de un lado el ser príncipe de la Iglesia, para convertirse en un pastor. Cada vez que la veía indagaba por su salud, y escuchaba lo poco que Sara, temerosa de tomar demasiado tiempo y abusar de la bondad de tan insigne personaje, le contaba con toda prisa, acerca de la situación dolorosa que atravesaba.

     Esa Nochebuena, nuestra amiga asistió a la Misa de Gallo. Al regreso, la esperaba la soledad de su casa, una botella de vino y algunos quesos, junto con sus álbumes de fotos que pensaba ver hasta entrada la noche para recordar los tiempos en los que había sido feliz con su familia. Esa tarde, en gratitud al obispo y las hermanas, les había enviado el postre favorito de su familia. Al menos así, pensó, alguien disfrutaría un poco de lo que había sido su Nochebuena por tanto tiempo.

    Al llegar a la parroquia en Nochebuena, se sentó en su típica banca trasera y trató de celebrar el nacimiento del Rey de Reyes. Sin embargo, no podía contener las lágrimas. Esa alegría era para compartirla, no para regresar a casa a ver fantasmas de Navidades pasadas. Estaba tan triste y se sentía tan cansada que ni siquiera se le ocurrió pedir un milagro. Sara era demasiado pragmática como para pedir que de la nada, alguien la acompañara.

    Al finalizar la misa, se quedó unos minutos en la nave, viendo como los papás abrigaban a los niños, y como las familias se preparaban para ir a su cena. Finalmente, se levantó y, cuando se disponía a marcharse a casa, su vino y sus álbumes de fotos vio que  la Madre Superiora la buscaba. Ésta  sonreía con ganas mientras se le acercaba

    "Dice Monseñor que si no quiere compartir la cena de Nochebuena con nosotros".

       Sara  dudó. Su ropa no era muy elegante: un pantalón negro, zapatos negros y un abrigo negro. Se imaginaba que el obispo tendría invitados importantes, y ella no estaría vestida para la ocasión. Pero no le podía decir que no a un príncipe de la Iglesia.

    Así que acompañó a la Madre  Superiora al comedor y allí se sorprendió al ver que no había embajadores, ni otros personajes importantes de la curia. Por el contrario, estaba solamente el obispo, su secretario, las hermanas y el portero. La mujer, acostumbrada a cenas opíparas, se sorprendió de la sencillez y simplicidad, de la cena, dónde, por cierto, su postre fue ¡un desastre!, y el pavo el más delicioso que hubiera comido. Pero lo que más le tocó el alma fue la sencillez de y la alegría al intercambiar regalos. Incluso hasta habían pensado en uno para ella. Se dio cuenta que, en realidad, sus Navidades habían sido un tanto superficiales y materialistas.

     Al llegar a su casa, vio sus álbumes y la botella de vino sobre la mesa del comedor. No había decorado su casa, pues pensaba que no había razón de hacerlo, pero si había estado enciendo, sola y melancólica, su corona de Adviento. Esa noche, por primera vez en su vida, encendió la vela del centro y, en lugar de llorar de tristeza, lloró de gratitud por su pequeño milagro navideño. Y se hizo la promesa de cambiar su manera de ver las cosas.

Uno está acostumbrado a que historias así terminen como las películas de Navidad, con un final feliz que cambia todo de inmediato. Sin embargo, eso no ocurre en la vida real. Durante los meses siguientes, la salud de Sara se agravó. La primavera dio paso al verano, y el verano al otoño. Acostada en su cama o en su sofá, incapaz de levantarse por mucho tiempo, Sara recordaba vez tras vez la cena, y la amabilidad y simplicidad que habían tocado tanto su corazón. Y así fue como empezó tímidamente a escribirle a su familia, y a consolar a quien pudiera, y a dar a causas a las que nunca hubiera pensado dar.

A finales del otoño, Sara recibió una llamada. Era su hermana, ¿qué pensaba de pasar Navidad juntas? Luego, comenzó a verse con su hermano. Poco a poco su casa se llenó de gente y de risa. Poco a poco se dio cuenta de que tenía tanto que necesitaba muy poco.

El siguiente año, Sara decoró temprano para estar lista para recibir a sus seres queridos. Aunque muchas veces utiliza su bastón, de aquella cena sencilla, Sara aprendió una cosa: la misericordia y la bondad-tan trivializadas en nuestro tiempo-son el arma más poderosa del ser humano, porque al utilizarlas, se cambian situaciones e, incluso, corazones.

El obispo sigue siendo el referente de pastor para Sara, y la Madre Superiora, una de sus más queridas amigas.

Educadora.

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