Desde que salieron de Alepo estaba molesta, no sabía por qué. No es que le disgustara caminar; de hecho, no había hecho otra cosa en su vida. Pero… eso de salir al anochecer, sin luna, después de haber comido y mientras se preparaba una para dormir, era, por decir lo menos… molesto.
Poco a poco se fue acostumbrando. Era diferente eso de caminar de noche. Hacía frío, es cierto, pero se estaba bien en el silencio y en la oscuridad, sin las molestas moscas y tábanos que la acechaban de día apenas se paraba una para tomar un poco de aliento.
Lo que no terminaba de entender era por qué la caravana era tan pequeña y por qué, prácticamente, no llevaban mercancías. Le habían acomodado en el aparejo unos pequeños cofres que no pesaban gran cosa, pero que cada mañana, cuando se paraban a descansar, se los apeaban y los ponían a buen resguardo.
Además, había algo insólito: su señora estaba en la caravana. No entendía: normalmente el amo la dejaba en casa y se despedía de ella -lo había notado- con cierta tristeza cuando emprendían los viajes al este para recoger mercadería.
¿Lo mejor? Cuando después de caminar toda la noche se paraban a la sombra de unas palmeras y su ama ¡ella misma! Le daba de comer y de beber, la cepillaba, y le quitaba todos los molestos abrojos y mozotes que se le habían adherido. Le hablaba con dulzura y le prometía que pronto iban a llegar, además de que todas las mañanas le daba ánimos y le decía que al final del viaje habría un regalo. ¡Para ella! ¿Un regalo? No terminaba de entender. Pero confiaba.
Después de unas jornadas de viaje descubrió que caminaban de noche porque seguían una estrella. La estrella más brillante que había visto en su vida. Así que cuando una noche desapareció no entendía qué había sucedido ¿habrían llegado ya a su destino? ¿Darían media vuelta para volver a casa? ¿Esperarían que volviera a aparecer? Estaba desconcertada. Sin embargo… esperaba su regalo.
Pasaron inmóviles tres días y sus noches, y no entendía por qué, pues estaban a la vista de las murallas de una ciudad construida en la cumbre de una colina. Para ser franca, no era la gran cosa… Alepo era diez veces más grande, y más bella.
Todo bien. Hasta que, al cabo de unos pocos días, notó que las cosas cambiaban. No solo porque se les habían unido dos caravanas más que, francamente, le causaban un cierto desasosiego pues eso de juntarse con extraños nunca le había gustado, sino porque se armó un revuelo. Al amanecer “nos vamos” gritaban los capataces, mientras enjaezaban y dejaban muy presentables todas las cabalgaduras… A ella le echaron encima un paño de seda magnífico, de un rojo fastuoso que si hubiera estado en casa habría sido la envidia no solo de los jumentos, de los machos y mulas, sino también de los mismísimos caballos.
Entonces, después de una jornada de marcha (¡de día!) llegaron a una vulgar cueva. Un agujero cavado en la ladera de la montaña. Todos se detuvieron y, para su sorpresa, su ama la cogió del ronzal y la hizo entrar. La frescura de la sombra fue lo primero que notó, pero luego no pudo creer lo que veían sus tristes y redondos ojos negros. Contempló a un niño precioso reclinado en un pesebre… una belleza que irradiaba un no sé qué paz o sosiego. Y entonces, todo tuvo sentido.
Con su mirada triste suplicó a su ama: por favor, por lo que más quieras, déjame aquí con este niño. Nunca imaginó que su deseo se haría realidad, ni que el “regalo” iba a ser ella misma… se echó, sin aparatar los ojos del bebé, al lado de un plácido buey que, terminaría siendo, quién lo habría imaginado, su mejor amigo.
Ingeniero/@carlosmayorare