El mundo toma asiento para ver la final del fútbol. En una mazmorra pasa sus horas, sus últimas horas, un jugador de fútbol iraní que será ejecutado por apoyar los derechos de las mujeres. Sé que somos culturas tan diferentes, aún Irán, Irak y otros países son la cuna de la civilización y tienen sus maneras muy tradicionales de solucionar los problemas internos.
Mientras todos esperamos el pitazo inicial, ese valiente hombre espera su muerte, y nadie dice nada. ¿Por qué no presionar a Catar y como medida de presión suspender la final en solidaridad con su colega de profesión? A nadie le importa. Y lo mismo sucede con Julián Assange: todos callamos.
El mundo aparenta vivir los momentos más supremos de civilización cuando siempre nuestras mentes viven en catacumbas de miedo, terror, ignorancia y una nula empatía hacia el otro. No hay voces que clamen, que pidan que ese joven sea liberado, que por una vez se entienda que todos somos iguales, que apoyar a las mujeres de su país no es merecedor ni por cerca de que eso sea suficiente motivo para condenarlo a muerte.
¿Qué pasaría si tanto Francia como Argentina se negaran a jugar la final de fútbol como un claro rechazo a tal medida?
Sin duda alguna de las autoridades iraníes tendrían que revisar el error que cometerán; qué decir si los jugadores les piden a las autoridades que le perdonen la vida a Amir. Es posible que sean escuchados pero es el dios dinero el que manda. Ese partido generará miles de millones de dólares, eso es lo que importa; una vida más, una vida menos poco resalta en un mundo donde la muerte y el odio, son cada vez más humanos.
Eso de decir “Todos somos Amir” mientras se calientan motores para ver el partido es signo de la hipocresía más grande, de una sociedad en franca descomposición que prefiere ver un partido que salvar una vida.
Nada lejano a lo que vivimos, somos fríos testigos de que nos han capturado a jóvenes inocentes, estudiantes universitarios y ¿quién dice algo? ¡Nadie! Apenas la familia está pendiente de recibir al joven detenido que apenas puede mantenerse de pie.
No son las organizaciones de Derechos Humanos las responsables de velar por tales. Son los mismos estados quienes son lo que deben cuidar y respetar los derechos humanos de sus ciudadanos y al no existir tales garantías no queda más que alzar la voz por un hombre que creyó en los derechos de la mujer.
No puedo emitir juicios basados en el dolor que conlleva la condena a muerte de Amir. Es como si un ciudadano iraní intentara persuadir a los organismos de seguridad de El Salvador que respeten la vida de un detenido. Estoy seguro que serviría de mofa. Lo mismo sucede con Amir: mientras los derroches están a horas de rebalsar, el mundo voltea la mirada a donde está la muerte. Sí, es en esa final donde tendremos el corazón apagado y la vida está junto a Amir, que, prefirió el camino duro y dar su vida por su gente, que levantar una copa, cargada de corrupción.
Quizá mi mayor anhelo es que la paz reine en cada hogar, y no son estribillos porque estamos a días de celebrar Navidad, no.
El objetivo es que el dolor no sea parte de nuestra agenda y que mientras un equipo ganador toma el champán más fino, en la soledad de una celda, un compañero, un colega de profesión espera su ejecución. Un mundo raro donde la felicidad es un gol y la muerte es algo que preferimos evitar.
Cada vez es más evidente la voracidad del hombre, ese desprecio a la vida donde hombres comunes y corrientes deciden la vida de otros, nada lejano a lo que vivimos, lamentablemente existe un karma del que nadie se escapa, nadie.
Médico.