Esta semana, Nayib Bukele afirmó que “El Salvador tiene potencialmente los depósitos de oro con mayor densidad por kilómetro cuadrado en el mundo”. Esta riqueza, según Bukele, ha sido dada por Dios y “puede ser aprovechada de manera responsable para llevar un desarrollo económico y social sin precedentes a nuestro pueblo”. Más allá de la palabrería, lo cierto es que el agua, un bien natural del que muchas religiones también afirman que ha sido dado por Dios, está en todo y hace que todo sea; sostiene la existencia de manera innegable, todos los seres vivos dependen de ella, y la minería es uno de sus enemigos más mortales.
En El Salvador, esta dependencia se ve más marcada porque la cuenca de la principal fuente de agua, el río Lempa, abarca casi a la totalidad del país. En un estudio de la UCA se determinó que más del 90% de la población depende directa o indirectamente de este río, incluyendo a 1.5 millones de personas que reciben agua potable en el área metropolitana de San Salvador. Además, más de once mil industrias extraen agua de él y el 28% de la electricidad que se genera a nivel nacional se debe a su cauce. En contraste, según datos del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, el 93% de los recursos hídricos evaluados en su red de monitoreo tienen una calidad entre regular y mala, y el 97% no cumple con las características mínimas para ser usados con fines recreativos. De estos 123 sitios que analiza el Ministerio, casi la mitad pertenece al Lempa, por lo que puede afirmarse que, aun sin las afectaciones que podría llegar a ocasionar la minería a gran escala, la fuente de agua de mayor importancia para la población salvadoreña ya está agonizando.
En menas pobres como las de El Salvador (menos de 10 gramos de oro o plata por cada tonelada de roca) se utiliza cianuro, un potente veneno de acción rápida que provoca graves quemaduras en la piel y afecta el sistema nervioso, vías respiratorias, tiroides, riñones, cerebro y corazón. La explotación minera también presenta el peligro del drenaje ácido, ya que al excavar rocas que contienen minerales con azufre, se produce ácido sulfúrico, que disuelve otros elementos como arsénico, cadmio, plomo y mercurio. El ácido y los metales liberados en este proceso son transportados por las lluvias o por corrientes superficiales a los arroyos, ríos, lagos y mantos acuíferos, provocando condiciones que imposibilitan la vida. Incluso con los mejores sistemas de tratamiento y las eficiencias más altas, cada litro de agua residual generada por las operaciones de la minería tiene el potencial de contaminar al menos 360 litros de agua.
Una vez finalizada la explotación minera, las empresas suelen dejar acumulaciones de roca sobrante con altas cantidades de ácido sulfúrico, metales pesados y cianuro. En el tipo de yacimientos que tiene el país, para extraer un kilogramo de oro deben removerse 100 toneladas de roca de su sitio original, cuya mayoría es dejada como escombreras que, al ser lavadas por las lluvias, contaminan el suelo y los cuerpos de agua cercanos. Según expertos internacionales, por cada kilogramo de oro extraído se emplean alrededor de 130 mil litros de agua, los cuales, al convertirse en aguas residuales, contaminan al menos 46.8 millones de litros de agua de los mantos acuíferos.
Por ejemplo, la mina El Dorado, que operaría en Cabañas y que fue parada para privilegiar la conservación del agua, habría consumido 10.4 litros por segundo, equivalente a 328 millones de metros cúbicos al año, es decir, seis veces más que toda el agua que se consume anualmente en el área metropolitana de San Salvador. Para un país cuyos recursos hídricos ya están en malas condiciones por la sobreexplotación y por la flexibilización de los permisos ambientales, la amenaza de la minería supone condenar no solo al río, sino a toda la población.
La decisión de prohibir la minería de metales no fue algo antojadizo ni ingenuo, sino que se sustentó en preocupaciones legítimas sobre el agua. Si bien el desarrollo es deseable y necesario, no a costa del deterioro sistemático de la principal fuente de agua nacional, de la precarización de la vida de la población y de la destrucción irreversible de los ecosistemas. Tampoco puede pasarse por alto que en otros países se ha desatado represión estatal contra las comunidades que protestan contra los proyectos mineros, ocasionando enfrentamientos violentos y violaciones a los derechos humanos. De hecho, en El Salvador, luchadores históricos en contra de la minería metálica están siendo hostigados, a pesar de que la industria está en pausa; la persecución legal de la que son objeto los líderes ambientalistas de Santa Marta no busca otra cosa que sentar un ejemplo y disuadir a otros. La amenaza, el miedo y la persecución contra los ambientalistas es ya una realidad.
La derogación de ley que prohíbe la minería pondría en riesgo derechos fundamentales de la población, exponiendo al país a enfrentar litigios internacionales. Aunado a esto, El Salvador no cuenta con un plan nacional que le permita balancear, de manera organizada y transparente, la necesidad de desarrollo económico frente a los derechos de la ciudadanía. Bukele ha hablado sobre los supuestos beneficios económicos de la rehabilitación de la minería metálica. No obstante, los grandes proyectos de minería son concesionados a empresas transnacionales que gozan de un alto grado de protección.
Las empresas mineras se reservan el derecho de iniciar arbitraje de inversiones contra un Estado si consideran que su inversión o propiedad ha sido afectada de cualquier forma. Es por este motivo que El Salvador tuvo que comparecer ante tribunales internacionales en 2016 y 2018, para responder por demandas multimillonarias en su contra. Asimismo, los inversores tienen derecho de transferir libremente y sin límite fondos de su inversión fuera del país. Y a ello se suma el vigente régimen legal de exenciones fiscales a operaciones comerciales y de inversión, el cual reduce aún más la expectativa de recaudación del Estado. Lejos de ser benefactores, los proyectos mineros forman parte de la estrategia económica del actual Gobierno, que busca favorecer los intereses de grupos cercanos al poder y despojar de sus medios de vida a las poblaciones más vulnerables.
En definitiva, la minería no es viable en El Salvador. Su implementación va en contra de un medioambiente sano, del derecho humano al agua, del trabajo digno y del desarrollo sostenible. Apostar por la minería es ignorar los devastadores impactos que ha tenido en otras regiones del mundo en condiciones similares a las nuestras: tierras contaminadas, comunidades desplazadas, ecosistemas destruidos y recursos hídricos envenenados. La sociedad salvadoreña no puede permitirse hipotecar su futuro en busca de un oro que traerá consigo más pobreza, desigualdad y degradación ecológica. En un país que ya enfrenta crisis ambientales y sociales profundas, permitir la minería sería abrazar la destrucción a cambio de una riqueza efímera que quedará en muy pocas manos.
(Publicado con autorización de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, UCA).