Mi pasaje tiene la forma de una “U”. Al lado izquierdo de la “U” vivían los doctores con sus dos hijos, en una casa pintada de amarillo, con canastas de galanes de noche que siempre estaban floreando y dos perros tan amistosos que nos dejaban llenos de baba.
Por años nos despertaba, o nos deseaba buenas tardes a todos, la risa de la doctora. Ella trabajaba, por decisión propia, en un hospital público, aunque pudo haber tenido su clínica. Sus hijos eran parte de una generación de niños que andaban en bicicleta, jugaban fútbol y rompían las lámparas, y, sobre todo, se aseguraban de dejar pelón el palo de mango que estaba frente a mi ventana. Favor me hacían, pues más de una vez me tocó echarle huacaladas de agua a mi parabrisas después que un mango extra maduro hiciera de las suyas.
Así que cada marzo yo sacaba un palo rojo y lo dejaba al lado de la puerta. Los niños venían , tomaban el palo y lo volvían a dejar en el mismo lugar junto con una pila de mangos. Así, de a poquitos, comencé a conocer a la doctora, a sus hijos, a sus padres y a compartir tamaleadas, cenas y a hacernos amigas.
La doctora era omnipresente en el vecindario. Si alguien necesitaba una inyección a las once de la noche, allí estaba la doctora. Cuando una de las vecinas fue diagnosticada con cáncer, allí estaba la doctora. Cuando un niño se raspaba las rodillas, allí estaba la doctora. Y de alguna manera, siempre todo finalizaba con su risa y un “ya va a ver que todo va a estar bien”.
Pero la doctora también era una mujer devota. Yo sabía que comenzando mayo, ella iba a vestirse de blanco, “en gratitud a la Virgen, niña”. Mientras que en Navidad, todos decorábamos “a lo gringo” con árboles, renos y luces, la doctora sacaba un nacimiento tras otro, tras otro. “¿Y qué es la Navidad, pues, Carmen?”. Aún así, el año que hicimos un concurso, ella no escatimo nada y se llevó el primer premio. Frecuentemente tocaba la puerta de sus vecinos, no sólo la mía. “Mirá, fui a Suchi y vi esta cuajada”. “Mirá, me trajeron aguacates, pensé que te gustaría uno”.
¿Quería una imagen de María, Rosa Mística? La doctora se enteró y me la llevó a los dos días. “Es una Virgen misionera, no pensés que se va a quedar aquí mucho tiempo”. Llámenlo fe, casualidad o superstición, pero terminó en el cuarto de hospital de una amiga mía y sigue yendo donde se le necesita. Como la doctora. Su casa era una casa de puertas abiertas: vecinos, sacerdotes, familia, amigos, todos llegaban y se iban con el corazón lleno. Y a ella no le apenaba subir sus fotos, siempre con la frase “caricias de Dios”, “caricias del cielo”. “¿Es que Dios te acaricia, sabes?”, me dijo un día a mí, la mujer de trabajo que sólo veía horarios y números y datos y no creía en esas cosas. Empecé a buscar caricias del cielo, y, para mi sorpresa, descubrí que hay bastantes.
Una noche, mientras cenábamos con su familia, su esposo dijo : “Yo le digo a mi esposa que nuestro objetivo debe ser amarnos, dar amor a nuestros hijos y enseñarles que en la vida tienen que ser personas honestas y justas. Si todo mundo pensara así, pronto se cambiaría el mundo”. Y fue esa noche que me di cuenta de que con ellos jamás se hablaba de política partidaria, pero sí de cómo ayudar a los niños de un orfanato, o las familias de una finca, o llevar algo de alivio a los pacientes de un hospital nacional. La política más pura y, sí, la más coherente.
En los meses de la cuarentena, la doctora siguió trabajando, y viendo cómo atendía a aquellos que la necesitaban dentro y fuera de su trabajo. En medio del terror, podíamos oír su risa cada mañana, y muchas veces la vi cargar su carro con arroz y frijoles para ayudar a quienes lo necesitaban. A media pandemia, cumplí mi medio siglo, y la doctora organizó una fiestecita con su familia. El siguiente año lo mismo. “Es que estas viva, mamita, dale gracias a Dios, esto va a pasar”. Más de una vez la llamé. “Tengo covid” “Estuve con un positivo” Me tuve que subir a un avión dos veces y estaba aterrada. “No, no tenés covid. Pero andá hacete la prueba y me buscas. Tranquila, todo va a estar bien.” No he salido positiva. Cuando con todo el miedo del mundo, decidí ir a la beatificación del P. Rutilio Grande, ni me contestó mis chats angustiados, pero si encontré un ramo de rosas y unas galletas en mi puerta : “para que te acordes que Jesús te ama y todo va a estar bien.” Fui, la disfruté y no, no salí positiva.
Los tiempos cambian, y la doctora y su esposo se mudaron de nuestro pasaje. La cantidad de mensajes en el chat de la colonia cuando se despidió hizo evidente que eran muchas las casas y familias para las que, de una u otra forma, ella había sido médico de cuerpos y almas. Escribieron los padres de los que bajaban mangos, cuyos hijos estaban ya grandes, la vecina de enfrente, incluso una que se había ido al extranjero y no nos habíamos dado cuenta que seguía en el grupo. Todos para darle gracias. Todos para recordar un momento de generosidad.
A esta médico de cuerpos y almas probablemente no la conocen, y no sabrían de ella de no ser por este artículo. Muchos podrán decir que ante todo lo malo, lo feo, lo injusto ¿qué más da esta historia? Bueno, para nosotros la vida no es igual sin la doctora. Nos hace falta su risa. Nos hace falta quien nos inyecte a las once de la noche. Nos hace falta oír que “todo va a estar bien”. Porque, cuando el mundo parece estar lleno de odio, resentimiento y venganza, uno necesita recordar que el verdadero cambio viene de nosotros: de ser justos, de ser honestos, de ser generosos y darnos, de asegurarnos de recordarle a otros que “todo va a estar bien". Y es entonces que personas como esta médico de cuerpos y almas brillan con su lucecita en medio de la oscuridad.
¿Y si fueran miles de lucecitas?
Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas