Gabriel veía su futuro teñido de incertidumbre. Huérfano de padres desde pequeño, fue su abuela quien lo terminó de criar con amor y dedicación. Vivían en una humilde colonia cercana al aeropuerto de Ilopango, desde donde Gabriel cada día tomaba el bus hacia la universidad, ubicada sobre la Alameda Juan Pablo II, con la determinación de cumplir su sueño de ser médico. Para su abuela, la apertura de una universidad privada había sido un alivio: no quería que su nieto se viera envuelto en las actividades políticas y subversivas de la universidad estatal. A pesar de los escasos recursos, compartían una vida sencilla, llena de cariño y esperanza.
La abuela de Gabriel era su sostén y, al fallecer dos años antes de que él pudiera graduarse, el mundo se le vino abajo. Sin ingresos, y con la presión de mantener la casa que ya estaba a su nombre, Gabriel sentía cómo su sueño se escapaba de entre sus manos. A veces pasaba las noches en vela, con el miedo de perderlo todo. Pero la amistad, a veces, tiene formas inesperadas de aparecer. Un compañero de clase notó la angustia de Gabriel y decidió hablar con su padre, un mecánico resiliente que había trabajado duro para salir adelante. Al conocer la historia, el mecánico no dudó en ayudar: pagó la universidad de Gabriel y además le dio una pequeña mesada mensual para sus gastos. Ese gesto de bondad devolvió la esperanza a Gabriel, quien prometió a su benefactor no desaprovechar esa oportunidad.
Gabriel finalmente recibió su diploma de médico. Sus neuronas de Von Ecónomo habían madurado, y la perseverancia y el esfuerzo habían dado fruto. Gracias a su dedicación y determinación, consiguió una plaza de residente de cirugía general en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social. Allí conoció a un reconocido neurocirujano, apodado “Machetón” por su temperamento explosivo en el quirófano. A menudo, el cirujano lidiaba con la frustración de trabajar con un equipo que no estaba debidamente capacitado, lo cual aumentaba el riesgo de cometer errores. Gabriel, observando su lucha, se ofreció a ayudarle. "Si aprendés rápido, vas a ser mi discípulo. Si no, te me vas por un tubo", le advirtió "Machetón". Sin perder tiempo, Gabriel se sumergió en los libros de neurocirugía, aprendiendo técnicas y procedimientos. Con el tiempo, se convirtió no solo en su alumno más cercano, sino también en un amigo y asistente de confianza, que le acompañaba incluso en sus cirugías privadas.
Fue en aquellos días que “Machetón” y otros cinco colegas decidieron arriesgarlo todo y fundar un hospital privado. Había un sueño común: crear un centro de referencia, con personal altamente capacitado y con una infraestructura que permitiera ofrecer servicios de calidad. Sin embargo, no consideraron las altas tasas de interés ni el comportamiento socioeconómico del país. Vendieron acciones del futuro hospital entre el gremio médico. “Doctor, ¿ya se dio cuenta que están vendiendo acciones? ¿Cree que debo comprar?”. “No, Mirella, no lo haga”- respondió el médico anestesiólogo de sesenta años – “Van a quebrar rápidamente. Aquí en nuestro país, ese ha sido el fin de la mayoría de privados. Lo mismo pasó con la Policlínica y los demás que subsisten: están en números rojos. Los médicos no tenemos capacidad para enfrentar el alto nivel de inversión que se necesita”.
Pronto, el hospital comenzó a enfrentar problemas financieros. Los costos de la energía, el agua, el mantenimiento y las cuotas bancarias se convirtieron en una carga insostenible, y en pocos años, el hospital fue intervenido por el banco.
Gabriel fue testigo del fracaso de aquel sueño colectivo. Mientras veía a su maestro y a los demás fundadores enfrentarse a la bancarrota, también miraba su propia realidad: como residente y, luego, cirujano general en una institución pública, su salario era insuficiente para la responsabilidad y el riesgo que implicaba su trabajo. Los recursos y equipos eran limitados, y el estrés de operar bajo esas condiciones le hacían cuestionarse su futuro.
Su maestro, quien había estudiado en París, lo motivó a mirar más allá. Fue entonces cuando el área prefrontal del cerebro de Gabriel decidió que debía buscar nuevas oportunidades. Sabía que en su país no podría ofrecer la calidad de atención que sus pacientes merecían, ni vivir la vida que soñaba. Así, con todos sus ahorros, Gabriel partió primero a Argentina, donde continuó perfeccionando sus técnicas quirúrgicas. Años después, tomó un vuelo hacia "La Ville Lumière", la ciudad que se había convertido en su meta.
Veinte años pasaron antes de que Gabriel se convirtiera en un neurocirujano respetado entre sus colegas franceses. Había sido una lucha ardua, llena de sacrificios y desafíos, pero también de recompensas. Hace unos meses, lo visité. Gabriel ha formado una hermosa familia y trabaja en un hospital de renombre. La casa donde reside es un lugar tranquilo, con un gran jardín lleno de árboles y plantas de colores que su esposa cuida con esmero. Mientras brindábamos con champagne en la terraza, Gabriel miraba a sus hijos hablar y no podía evitar comparar sus vidas: mientras que él había crecido entre incertidumbre y sacrificios, sus hijos vivían rodeados de protección y estabilidad.
La vida parece larga, pero en realidad, como dice mi esposo, es solo un pestañazo. Pasa rápidamente, y solo nos quedan los recuerdos. La memoria, base del aprendizaje, hay que conservarla pues nos ayuda a aprender de experiencias pasadas, tomar decisiones y darle un sentido de continuidad a nuestra vida. ¡Hasta pronto!
Médica, Nutrióloga y Diplomada en Neurociencias