Eclesiastés es un libro del Antiguo Testamento en el que su autor, un sabio, desarrolla toda una aventura filosófica. Escribe con mucha sensibilidad y un estilo argumentativo muy originales. El sabio se hace preguntas sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la existencia o no de una lógica en lo que ocurre en la vida. El sabio no tiene la intención de responder a sus preguntas, pues su intención es poner de relieve los límites del conocimiento humano. Por esa razón el libro presenta acentos irónicos y desilusionados a propósito de una sabiduría tradicional de la que, a veces, cita algunas sentencias para luego refutarlas a partir de la experiencia práctica.
En la observación que el sabio hace del mundo descubre que en la sociedad existe una inversión de valores: «He visto algo más en esta vida: maldad donde se dictan las sentencias, y maldad donde se imparte la justicia» (3:16). En lugar de que en los tribunales se dicten sentencias justas, encuentra maldad. El sabio observa la perversidad de quienes ostentan el poder y oprimen con violencia: «Luego me fijé en tanta opresión que hay en esta vida. Vi llorar a los oprimidos, y no había quien los consolara; el poder estaba del lado de sus opresores, y no había quien los consolara» (4:1). El sabio también sabe que hay una red estructurada de complicidad corrupta entre las mismas autoridades causantes de la opresión: «Si en alguna provincia ves que se oprime al pobre, y que a la gente se le niega un juicio justo, no te asombres de tales cosas; porque a un alto oficial lo vigila otro más alto, y por encima de ellos hay otros altos oficiales» (5:8).
La construcción de la jerarquía se justifica como un medio para alcanzar el bien común, pero el sabio no tarda en desmentirlo al señalar su verdadero propósito: «Quien ama el dinero, de dinero no se sacia. Quien ama las riquezas nunca tiene suficiente» (5:10). El amor al dinero y la avaricia es el problema fundamental, porque nunca hay un hasta aquí. Otro factor que agrava la corrupción es la impunidad. Aun cuando se sabe del mal manejo de los fondos públicos, se le da largas al asunto: «Cuando no se ejecuta rápidamente la sentencia de un delito, el corazón del pueblo se llena de razones para hacer lo malo» (8:11). Paradojas incomprensibles, el corrupto roba sin freno y no se hace lo suficiente para impedirlo.
Hasta aquí, se puede observar que el sabio no denuncia la injusticia ni la corrupción al estilo de los profetas, quienes señalan, advierten, condenan y exigen arrepentimiento. El sabio solo la observa, la reconoce, pero no presenta alternativas cercanas. La vida es así, no fue diferente ayer, no lo es hoy y tampoco lo será mañana. No pretende cambiar nada, solo anima a vivir el presente, un presente que califica de absurdo: «En la tierra suceden cosas absurdas, pues hay hombres justos a quienes les va como si fueran malvados, y hay malvados a quienes les va como si fueran justos. ¡Y yo digo que también esto es absurdo!» (8:14).
La razón por la que hay una diferencia entre los profetas y el sabio en la manera de abordar la corrupción, la dan los contextos políticos y económicos en los cuales vivieron. Sus mensajes tendrán vigencia para nosotros dependiendo también de las circunstancias propias del contexto en que vivimos. De allí que es una responsabilidad cristiana el realizar un análisis más profundo que alcance lo sistémico de la corrupción. Es necesario descorrer el velo que oculta la corrupción detrás de los slogans, la hipocresía, el doble discurso y la mentira institucional. Al realizar ese ejercicio, será evidente para los creyentes que las injusticias que se cometen y los actos de corrupción no son hechos transitorios ni aislados, sino recurrentes, que se refuerzan y autoconvalidan. Existe una trama de perversidad destructiva que se oculta detrás de las apariencias. Ni los profetas ni el sabio, con sus formas particulares de enfocar las cosas, fueron ciegos o ignorantes de la realidad en que vivieron. Razón más que suficiente para que tampoco lo seamos nosotros.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.