En los primeros meses de 1983 me vine a trabajar a San Salvador. Mi primer empleo fue como fresador en el taller de Neto Daglio. Tenía su planta sobre la calle Gerardo Barrios contiguo a lo que hoy es el aparatoso fracaso llamado: Bazar Cuscatlán. Me vine a un pupilaje que estaba en la colonia San Carlos, frente a la entrada Oriente de la UES. Era mixto pero la gran mayoría de pupilos éramos hombres. Casi todos, estudiantes de la universidad que venían del interior del país.
Un domingo que estábamos viendo un partido de fútbol uno de los pupilos comentó que era buenísimo jugando ese deporte, que incluso lo había querido reclutar un equipo de la categoría de ascenso de su pueblo, pero que él prefirió estudiar. Todos le creímos, no había ninguna razón para no hacerlo. En una conversación que teníamos con un amigo acerca del match entre los grandes maestros de ajedrez Karpov y Korchnói nos interrumpió y nos dijo que también era un “genio” jugando ajedrez y que en su pueblo era el campeón. Le creímos porque no había ningún motivo para no hacerlo. Así mismo dijo que era bueno en baloncesto, béisbol, en matemáticas etc. Ofrecía llevarnos frutas de sus fincas, pero nunca llevó nada, siempre se le olvidaba. Pero a medida que aumentaba las cosas en las que era “bueno” y las promesas no cumplidas se acumulaban, también crecía la sospecha de que era mentiroso por naturaleza.
Un día que él no estaba, en una conversación que tuvimos los demás salieron a relucir sus “dones” y decidimos ponerlos a prueba. La más fácil fue llevarlo a una cancha de fútbol y hacerlo que jugara y fue un desastre, el tipo no sabía ni pegarle al balón. Después lo hicimos jugar ajedrez y apenas sabía el movimiento de las piezas; en fin, como suele suceder, el que miente en una cosa miente en todo y nada de lo que dijo acerca de sus habilidades era cierto, pero la peor fue cuando lo confrontamos con las matemáticas: resultó que estudiaba leyes porque era “topado”, como dijo aquél, para las matemáticas. Descubrimos que era un enfermo mitómano, por lo que todo lo que decía ya no se tomaba en serio, sino como chiste. En realidad, yo sentía lástima por él. Pensaba que tenía problemas de autoestima y que solo buscaba que lo aceptáramos en el grupo. Se lo comenté al compañero de cuarto y éste me dijo que no necesitaba mentir para ser aceptado. El punto es que, una vez identificado como mentiroso, su palabra pasó a valer nada. Se le incluía en las reuniones por educación, pero jamás se volvió a tomar en serio.
Esto fue en 1983 cuando aún la mentira se diferenciaba de la verdad. Cuando aún la falsedad era condenable y quien cumplía su palabra y decía lo cierto era valorado. Cuarenta años después, la mentira ha pasado a ser la mejor estrategia y los mentirosos, las estrellas. Aunque el mitómano mienta, la gente decide creerle y cuando ve que no cumple o todo era mentira, no le importa con tal de que le de otra mentira más grande. Es decir, la mentira se convierte en la droga de aquellos que han decidido vivir engañados en las penumbras de la irrelevancia y morir como si nunca vivieron.
El problema es que la mentira como droga es progresiva y cada vez el adicto necesita más alucinantes, como luces led más coloridas, propaganda más agresiva, ilusiones más utópicas. Aunque al llegar a casa se tope con la realidad de no tener comida, le consuela saber que su presidente es “famoso”. Es lo mismo que pasa con el drogadicto que para escapar de la triste realidad necesita cada vez una porción más y más grande de droga, para elevarse por sobre sus miserias y verse a sí mismo como el adalid del mundo y salvador del planeta, aunque la realidad lo encuentre internado en un hospital con un tubo en la nariz.
Debemos reaprender a diferenciar una de otra y reconocer que la mentira nos lleva irremediablemente a la miseria; y la verdad, por el rumbo del progreso y bienestar.
Filósofo