Las empresas generalmente tienen un objetivo claro: generar beneficios económicos. Si quieren lograrlo, deben llevar a cabo actividades productivas que agreguen valor y recibir ingresos de sus clientes. Para mejorar su competitividad, estas organizaciones buscan contratar a personas altamente capacitadas y les exigen objetivos y resultados concretos. A los empleados de estas empresas no les basta con simplemente afirmar que trabajaron, produjeron bienes o servicios, o presentaron planes innovadores y sorprendentes. Los propietarios de las empresas esperan resultados cuantificables; les piden explicaciones sobre cómo lograron ser más eficientes, cómo contribuyeron a la sostenibilidad y rentabilidad de la empresa, y qué acciones específicas llevaron a cabo para alcanzar los objetivos establecidos.
Esta mentalidad es común en el ámbito empresarial y es lógica para todos los que hemos tenido alguna experiencia en este mundo. Sin embargo, esta forma de pensar tan razonable parece desvanecerse cuando entramos en el ámbito de la administración pública. A menudo, tratamos a los políticos de manera muy diferente: en lugar de exigirles objetivos y planes concretos, nos conformamos con ideas vagas y sueños lejanos; en lugar de exigir resultados medibles, nos contentamos con apariencias; y, sobre todo, en lugar de exigir transparencia, nos conformamos con discursos y propaganda.
No deberíamos aplaudir a los políticos únicamente por construir un puente, un hospital, un estadio u otorgar subsidios. Al igual que en una empresa, debemos evaluar su eficiencia y productividad en la ejecución de dichos proyectos. Imagina que eres el gerente de una empresa y te aplauden por tener buenas ideas y producir productos “bonitos”, pero ¿qué sucedería si no logras cumplir con los objetivos establecidos o si la empresa quiebra? Debemos exigir lo mismo de nuestros representantes públicos.
Del mismo modo, cuando evaluamos una política pública o un proyecto, no podemos limitarnos solo a las apariencias. Es fundamental cuestionar cuánto se gastó y si ese gasto fue realmente necesario y eficiente y si generó un impacto real. Imagina que eres responsable de las finanzas o administrador de una empresa y descubres que se invirtió una gran cantidad de dinero en un proyecto sin un análisis exhaustivo. ¿Qué harías? Exigirías una explicación detallada y buscarías formas de mejorar la eficiencia. Asimismo, exigirías que se informe de manera clara y accesible sobre cómo se asignan los recursos y si se siguen criterios objetivos, y se persiguen metas concretas. Por ejemplo, no te conformarías con saber que se compró la materia prima para un producto, sino que requerirías saber si es de la calidad adecuada, al mejor precio y en condiciones favorables para el negocio.
No quiero decir que todos los proyectos y políticas públicas deban medirse únicamente en términos económicos y cuantitativos. De hecho, hay muchos objetivos del Estado que son esencialmente cualitativos. Sin embargo, esto no significa que como ciudadanos debamos conformarnos con ideas vagas por parte de los líderes gubernamentales. Tenemos el derecho y la responsabilidad de cuestionar rigurosamente el verdadero propósito de los proyectos y políticas, y cómo contribuyen al bienestar de nuestra sociedad. También debemos preguntarnos si dichos proyectos son sostenibles y sobre todo si realmente se alinean con las prioridades y necesidades de nuestra sociedad, dadas las condiciones materiales y sociales.
Nosotros como ciudadanos, somos esos “dueños” que debemos exigir a nuestros representantes. Es nuestra tarea auditar a los políticos y evaluar más allá de las apariencias y discursos. No debemos conformarnos solo con discursos y proyectos terminados, sino cuestionar cómo se gastaron los recursos, si hubo transparencia en su asignación, si los proyectos están alineados con el bien común y si realmente buscan tener un impacto positivo en nuestra sociedad.
Lic. en Economía y Negocios, Master en Psicología y Comportamiento del Consumidor