El siguiente artículo de opinión lo publiqué originalmente en El Diario de Hoy en mayo de 2010. Entonces, como ahora, la corrupción era un tema recurrente en las investigaciones periodísticas; con la salvedad de la inusitada frecuencia y abundante documentación con la que ocurre en la actualidad. Motivado por lo que sucedía, consideré que era una responsabilidad pastoral recordar a los cristianos las actitudes internas que se necesitan frente a una situación así. De hecho, el título original del artículo fue: «El compromiso cristiano frente a la corrupción». Dadas las actuales condiciones, me parece que es pertinente reiterar el recordatorio.
La sociedad no es sólo la suma total de sus miembros, sino que consiste en una compleja red de relaciones interpersonales, culturales y económicas. Esta red determina la vida e influye en los valores que las personas adoptan. A dichas redes se las denomina estructuras y se distinguen de las instituciones por ser poderes invisibles. Son a la sociedad lo que la mente es al cuerpo: el control lógico de su conducta.
Una de esas estructuras es la corrupción de estado. Las estructuras de corrupción producen problemas complejos para los cuales parece no haber solución. Dado que la corrupción influencia negativamente a la sociedad entera y deja infinidad de víctimas año tras año, década tras década, resulta ser una expresión del mal y del pecado.
Si el cristiano es llamado a ser luz del mundo, no podrá evadir su responsabilidad de luchar por la erradicación de este mal, el cual, no solamente existe en los individuos sino también en los roles políticos y sociales. Ya en plena Reforma, Juan Calvino se refirió a la necesidad que tienen los cristianos de involucrarse para traer nuevas esperanzas a un sistema viciado de corrupción.
Pero el cristiano no solamente es llamado a ser luz del mundo sino también sal. La sal no puede cumplir su cometido a menos que se mezcle con aquello que necesita ser salado. Esta elevada vocación del cristiano demanda mucha valentía. La misma valentía de Jesús frente a las prácticas corruptas que se daban en el templo y que habían convertido la casa de oración en una cueva de ladrones.
Cuando las estructuras de corrupción son señaladas y denunciadas reaccionan violentamente. Paradójicamente, quienes atacan la corrupción se convierten en perseguidos de la «justicia». En lugar de que la justicia se ocupe de su propósito: hacer justicia; mayormente adora al ídolo de la corrupción, el cual se muestra con las características de la divinidad: ultimidad, autojustificación, intocabilidad, ofreciendo salvación a sus adoradores, aunque los deshumaniza exigiendo víctimas para subsistir.
Las estructuras de la corrupción son las que actuaron al crucificar a Jesús. Los religiosos y los políticos de la época se confabularon en su contra porque, en Jesús, se enfrentaron con alguien que no era esclavo de ningún poder, de ninguna ley o costumbre, de ninguna institución, de ninguna ambición. Jesús encarnaba una rectitud mayor que la de los fariseos y una visión de un orden de relaciones sociales justas que desafiaba a las impuestas por la Pax Romana.
Si el cristiano no solamente es llamado a creer en Jesús sino a seguirlo, el trato que le espera no será muy diferente del de su maestro. Y esa es la razón por la que se necesita fe verdadera y espiritualidad auténtica para hacer frente a esta forma de pecado. Esa espiritualidad solamente se obtiene sobre la base de una práctica sincera y constante de los valores del reinado de Dios. Entre esos valores se encuentra el rechazo a la codicia y al espíritu de lucro. Lo necesario debe ser suficiente.
«Ahora bien, la verdadera sumisión a Dios es una gran riqueza en sí misma cuando uno está contento con lo que tiene. Después de todo, no trajimos nada cuando vinimos a este mundo ni tampoco podremos llevarnos nada cuando lo dejemos. Así que, si tenemos ropa y comida, contentémonos con eso» 1 Timoteo 6:6-8. Dios ubica los criterios éticos por arriba de los bienes y de las riquezas. Solamente el cristiano que se rige por esa prioridad poseerá la espiritualidad que se requiere para mostrarse firme ante la seducción y la amenaza del poder estructural.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.