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El estado de corrupción

Dado que la institucionalidad que debería impedir la corrupción se muestra inoperante, la corrupción se presenta como la gran tentación ante la cual solamente resisten quienes poseen una contextura moral sólida.

Por Mario Vega

El artículo de opinión que hoy presento lo escribí en abril de 2010 y fue publicado en la misma fecha por este mismo periódico. Han pasado trece años y su contenido continúa siendo, lastimosamente, muy actual. Cuando la corrupción adquiere condiciones crónicas puede generar en la ciudadanía reacciones de resignación y fatalismo. En la medida que se corrompe la institucionalidad del país se va convirtiendo en una lacra cuasi cultural que puede conducir a la idea de que no se puede hacer nada al respecto. Llegados a ese punto, los electores pueden abrazar la idea de que solo queda la opción de escoger al menos corrupto: «Como todos roban, hay que escoger al que robe menos». El ideal de los fondos públicos manejados con la mayor transparencia, sin nepotismo ni clientelismos y teniendo en la mira el bien común, se abandona y anula los anhelos de lucha por reivindicar a los más necesitados.


La corrupción generalmente no deja rastros y se vuelve difícil de detectar y de demostrar. Las partes culpables no dejan víctimas personalizadas ya que el daño recae sobre toda la sociedad. Sus principales aliados son el silencio y la impunidad. La corrupción tiene como punto de partida la anteposición de intereses privados por encima de las personas y de los ideales de servicio. Consecuentemente, quien comete actos de corrupción es una persona de moral corrupta. Carente de sensibilidad y de ética. Las prácticas religiosas que profesa son parte de su mascarada. Sus acciones son sustentadas en su autoritarismo, discrecionalidad y la falta de transparencia.

Existe una primera esfera que podemos llamar la de los actos de corrupción. Estos se producen cuando una persona, en el sector privado o público, obligada moral o legalmente hacia un interés ajeno, lo pospone priorizando su interés propio. Los actos de corrupción pueden ser tan variados como la propina, los regalos, la exacción y el cohecho.
Se espera que los actos de corrupción sean castigados por el Estado, pero ¿quién controla y castiga la corrupción del Estado? Cuando se desvirtúan las funciones investigativas y judiciales para favorecer y encubrir a un grupo pequeño de personas, se llega a la segunda esfera que es el estado de corrupción. La corrupción estatal es posible cuando el dinero ocupa un lugar demasiado elevado en la tabla de valores de una sociedad. En tal caso, el dinero aparece como el objetivo final.


En el estado de corrupción el éxito se conceptúa como la acumulación personal y no como el desarrollo de las potencialidades de un pueblo al cual se le debe servicio. Ya es perjudicial que en una sociedad el éxito se mida en función del dinero que se posee. Pero mucho más perjudicial es cuando en esa sociedad no se encuentran alternativas de enriquecimiento mas que las de las prácticas corruptas.


Las acciones corruptas de los gobiernos sientan precedentes para el envilecimiento de la política. Las sucesivas generaciones de políticos solamente esperan su momento para reproducir los ciclos de aprovechamiento y deshumanización. Quien desea dinero, lo desea pronto. Y dado que la institucionalidad que debería impedir la corrupción se muestra inoperante, la corrupción se presenta como la gran tentación ante la cual solamente resisten quienes poseen una contextura moral sólida. De manera que no es verdadera la idea bastante tradicional de que las personas acomodadas se encuentran menos expuestas a la corrupción, en tanto que los menos adinerados son más susceptibles a ella. El problema no es de grados de posesión sino de grados de fortaleza espiritual. De convicciones, de principios.

Desde ese punto de vista, las personas deberían ser evaluadas no solamente por sus cualidades académicas, por las cancioncillas de sus campañas electorales o su discurso. El escrutinio debe comenzar por las características de la vida privada. Es allí donde las personas revelan su auténtico carácter moral. El esfuerzo por separar la imagen pública de la real es ya un mal síntoma.


Pocos son los candidatos a puestos públicos que basan sus campañas en su vida hogareña y en su recorrido moral. Pero solo las personas honorables y trabajadoras podrán ofrecer algún grado de confianza de que ejercitarán la firmeza y el carácter para tomar medidas contra aquellos que medran del dinero ajeno.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim

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Lucha Contra La Corrupción Opinión

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